domingo, 1 de abril de 2007

2005: Un oscar inconformista

Cine yanqui versión 2005Un Oscar inconformista
(El estado de las cosas (Mar del Plata) , n° 7: junio 2006, 12-13)

Los yanquis no son, como bien se sabe, antisistema, porque les funciona, pero sí inconformistas, cuando ven que no les funciona del todo. El año 2005, a tono con el plano inclinado de la aprobación presidencial, Hollywood coincidió en premiar los argumentos más revulsivos y desenmascarar como nunca en mucho tiempo la política y la sociedad presumiblemente perfectas que solían ensalzar. Oportunismo o azar, cálculo o necesidad, el pack de galardonadas importa más por lo segregado: Spielberg (Munich, War of the worlds) y Peter Jackson (King Kong) dejaron estacionados sus tanques lejos del Kodak Theatre donde se ovacionó a shows modestos en parangón a ellos: los electores se tomaron un respiro, una pausa, para volver, no les quepa duda, a la tradición nacional del megaespectáculo en las próximas temporadas de caza. Veamos.

Clooney, el Redford del 2000. Antes de que fuera el galán otoñal mal envejecido que es hoy, Robert Redford píntaba para handsome progre como director, empezando por el análisis melancólico de una arquetípica familia que solía barrer sus lacras bajo la alfombra en Ordinary people (Gente común, 1980), la fábula directamente tercermundista de realismo mágico (El secreto de Milagro¸1988) y la denuncia de los manipulados juegos televisivos y sus esponsors (Quiz show, 1994), sin olvidar la desfachatez de ser productor ejecutivo del Che Guevara (Diarios de motocicleta, 2994) George Clooney parecer encajar en este modelo de actor-bonito-talentoso-independiente que cuestiona a su sociedad y a la vez, así, la fortalece.
Al bueno de George, digámoslo, lo habían satanizado cuando desaprobó los fatos del otro George, Bush, y sus dinamitas tiernizadas que hicieron volar Bagdad en astillas en base a una mentira planificada, pero en el 2005 el público le dio vuelta la cara a la Invasión y el docudrama Good night and good luck (Buenas noches y buena suerte) pudo ser recibido de manera más complaciente. Una trayectoria elogiosa en festivales internacionales, el carisma de Clooney y la economía de recursos que le impuso dentro de un notable tempo narrativo austero y sin digresiones ni sentimentalismo, le valieron un reconocimiento que quizás no esperaba. No deja de ser americana la epopeya del individuo frente al aparato, el animador Ed Murrow que se plantó contra McCarthy nada menos que desde la CBS; le faltó decir que a su triunfo cívico a favor de la Primera Enmienda le siguió el desempleo y el olvido y no esta reivindicación tardía. Sin embargo, le sobreimprime un estilo de cámara despojado, mediante el blanco y negro bruto sin matices en estudios claustrofóbicos y llenos de humo y nervios contenidos, siguiendo el hermetismo de una televisión asediada, que hace sentir el clima enrarecido de la paranoia. Y acertó con el casting de un actor de segunda línea relanzado a las ligas mayores, David Strathairn, de breves pero fulgurantes papeles secundarios, como el borracho golpeador de Eclipse total o el retardado de Perdidos en Yonkers; su mirada dura e imparcial que apenas emprolija la procesión que va por dentro es el retrato vivo del ambiente entero en que flota el terror larvado –el mismo al que oblicuamente quiere simbolizar Clooney con sus actuales mecanismos de vigilancia y control capilares.
Clooney ganó su primer estatuilla por Syriana (de Stephen Gaghan) en supporting role y supo que ya no lo recibiría como director. El film es la contracara, el entramado interno (o subterráneo) real de la dialéctica USA-países árabes, o sea, de los homeopáticos y trajeados directorios de los lobbies petroleros muy lejos de las refinerías del desierto, las fusiones empresarias que a su vez funden y confunden intereses y gobiernos, la verdadera cara del sultanato corrupto y el destino trágico de sus reformadores a los que aplasta el intervencionismo a pesar de, o gracias a, una ideología progresista. Syriana cuenta esa retaguardia, desnuda hasta el hueso, de voraces conglomerados y títeres políticos que apenas asoman detrás del cortinaje. Clooney compone a un agente de la CIA de rostro decepcionado y curtido por el trabajo sucio, que tarde se despierta de su función de fantasma siniestro sólo para ser inmolado. Matt Damon es un padre de familia que pierde un hijo y gana una posición ayudando a matar a otros. Jeffrey Wright moldea a un gerente negro con algo de conciencia que finalmente sucumbe al poder. Syriana consigue un reality político abarcador que incluso explica el orden social tras el cual se agolpan los militantes suicidas islámicos y su profunda falta de inserción y destino jóvenes, y entiende mejor a Medio Oriente que todas las diplomacias de Estado y sus sórdidos prejuicios culturales disfrazados de derechos humanos.

Cowboys de rosa y un accidente que estrella a un país. Hasta una comedia pasatista como Las locuras de Dick y Jane (dirigió Dennis Parisot), puesta sobre los gags de un Jim Carrey siempre lisérgico y sacado, se involucró contra Bush, pero ahora en los comienzos de su gestión, cuando papeaba sobre la prosperidad ilimitada y se venía encima el colapso especulativo de Enron y sus contabilidades dobles que sumieron en pánico a miles de fondos de pensión. La moda, dijimos, puede durar o superarse, atenta la Industria del Arte a lo que dictaminan las encuestas de popularidad.
Brokeback Mountain (El secreto de la montaña), que le valió el Oscar al director Ang Lee –era hora—y la mejor banda de sonido del año a nuestro Gustavo Santaolalla, prefiere otra radiografía. Son los cincuenta en Missouri y este par de pastores vueltos pareja gay obligadamente esporádica, no hace referencia al presente pero evalúa un pasado homófobo y de paso comete otra transgresión cuasi imperdonable: invertir –en todo sentido—medio siglo de un género macho-americano por excelencia, el western. Heath Ledger está antológico, tanto que nos hace olvidar al lacio Casanovas y da lecciones de transformismo, o cómo un australiano se traviste en reprimido y tosco vaquero del Middle West. El cineasta de Sensatez y sentimientos y Hulk despliega esa versatilidad que le conocemos para filmar con dignidad y profesionalismo cualquier clase de historia.
La joyita de la noche, que se llevó la presea a mejor película, resultó Crash (Vidas cruzadas, de Paul Haggis). Especie de continuación de la estética prismática de Robert Altman en Ciudad de ángeles, pero todavía más impiadosa, Haggis no necesita para ella retroceder el reloj, porque sus criaturas patéticas y resentidas naufragan en el contexto del Los Angeles contemporáneo sin el glamour de Beverly Hills, el melting pot inconciliable, racista de ambos lados y carente de toda esperanza de integración y sueño americano. Nadie tiene paz en la dorada California y ni siquiera la busca. Queda huir unos de los otros, armarse preventivamente y contraatacar antes de cualquier asomo de ataque, encontrándose y desencontrándose los ríos de sus vidas en esquinas donde debieran convivir y no obstante se odian, y apenas se friccionan, se destruyen. Estrellas como Sandra Bullock y Brendan Fraser sepultan los empinados cachets y sus empaques de comediantes y se pierden en la estructura sin protagonistas. Matt Dillon, Terrence Howard y Thandie Newton brillan fugaces y exactos en el álbum coral que es también metáfora de la soledad en sociedad.

Un biopic sin moraleja, la parábola del jardinero y Woody Allen en el exilio. Capote, de Bennett Miller se zambulle en otro inframundo: el principismo contra la ambición, y la oscilación entre los dos términos, que caracterizan la inspiración de un escritor, y en particular, de un escritor excepcionalmente sensible, dotado y cínico como Truman Capote. Fotografiada en grises y azules, climática, la película de Miller también limita sus medios, concentrada en el episodio axial de la vida del autor, esa epifanía negra que fue el hallazgo del asesinato de una familia en un perdido pueblo de Kansas. Solamente al soslayo vemos la vena irónica del escritor homosexual en los sofisticados círculos de la intelligentzia neoyorquina, y a cambio asistimos a su exploración sobre la psicología de un abandónico adulto que comete sin justificativo aparente el aniquilamiento de cuatro personas, y la ambigua conexión del cronista que sacaría de su galera todo un género revolucionario en las letras del siglo veinte, la non fiction novel. Philip Seymour Hoffman, declarado mejor actor del año con absoluta justicia, se convierte en Capote, pero también abre la puerta al conocimiento de un drama poco visitado por el cine, como es el trauma moral del artista y su imposible equilibrio entre el frío narrador que necesita ver ejecutado al convicto para redondear coherentemente su novela, y una identificación problemática con él, una dolorida fraternidad de origen que le devuelve su propia biografía irresuelta: “Los dos vivimos en la misma casa, pero él se fue por la puerta trasera y yo por la del frente”.
El jardinero fiel (The constant gardener, Fernando Meirelles), además de adornarle la chimenea a la exquisita Rachel Weisz, habituada a los papeles de mujer temeraria y rebelde, suministra una lección acerca de los manejos espúreos de las multinacionales del fármaco, que prueban drogas tóxicas a los ya condenados coballos humanos del Africa subsahariana, un laboratorio a cielo abierto sin las molestas leyes restrictivas que imperan en casa. “Es original –dijo Rachel en la alfombra roja antes de recibir su Oscar—Es la primera vez que se delata a empresas inglesas, cuando suelen ser norteamericanas”. John Le Carré, huérfano de argumentos después de la caída del Muro, urdió la novela base del libreto, pues ya no hay espías y sí mucho para espiar. Igual que Syriana, claro que más optimista, El jardinero se posa en el Tercer Mundo y derrama su escalpelo sobre la carne del gran tema de nuestro tiempo: la vigencia del imperialismo empresarial, que soborna gobiernos propios y ajenos a fin de enriquecerse dentro de fronteras laxas y sin protección ecológica ni humanitaria.
Woody Allen decepciona si lo cotejamos al que tanto admiramos en USA. Pese a su talento indiscutible, trastabilla al dar apenas una versión brit de Crimenes y pecados (1989), aunque flaca del humor zumbón y corrosivo de aquella genialidad. La flemática Match Point, versión del joven irlandés ambicioso que trepa los peldaños de la high londinense a pura transa, moderno tópico de la picaresca tan reflejada en los clásicos –Barry Lyndon, Moll Flanders—peca de obvia y reiterativa; la gracia cínica quedó en las películas americanas y atravesado el Atlántico perdió las plumas. Más allá de la excelente neurótica que regala Scarlett Johansson, la carucha de Jonathan Rhys-Davies es demasiado impertérrita para un personaje que debiera lucir el drama interior, si bien fue elegido por su inexpresividad de pescado. Sólo una vez asoma el viejo y querido Woody, cuando el arribista se defiende de haber matado a una mujer inocente: “Bueno, fue un daño colateral”. Igual de colateral a su filmografía terminará siendo Match point, menor frente a la previa Melinda & Melinda.
A los votantes les faltó despacharse con un Oscar a la palestina Paradise now, nominada para Mejor Film Extranjero. Seguramente les pareció demasiado osada, no la película, sino semejante decisión. Hubiera sido la frutilla del postre. La 78ª entrega de los Academy Awards tuvo, en fin, un convidado de piedra que no debe de haber aplaudido. Porque fue para Bush, que lo miró por tevé4 .


Gabriel Cabrejas

4 Diarios de motocicleta (Motorcycle diaries, 2004), de Walter Salles. Eclipse total (Dolores Claiborne, 1995) de Taylor Hackford. Perdidos en Yonkers (Lost in Yonkers, 1993) de Martha Coolidge. Paradise now, es la película palestina nominada al Oscar mejor film en idioma extranjero. Dirigió Hany Abu-Assad.

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