miércoles, 17 de octubre de 2007

Cinencanto: otra anticrítica

Cine europeo de estreno
La mirada de los otros

Publicado en La Avispa (Mar del Plata) 38, octubre 2007, 43-45


El descubrimiento de un director francés fuera de lo común (Arnaud Desplechin) y el regreso de un holandés errante que volvió como el Hijo Pródigo (Paul Verhoeven) renuevan un paisaje cinematográfico casi desolador, en manos del cine norteamericano. Lo siguiente es el rescate de lo efímero, antes de caer arrasados por el Katrina, o el Félix, hollywoodense.

Cada vez vemos menos cine, por caro –12 mangos por barba a partir de agosto-, monopólico –la mayoría de las salas en manos de una única empresa—y ajeno –cualquier boludez yanqui se estrena siempre pero desconocemos el resto de la producción en otro idioma, e incluso la argentina. Confinado al cable y al dvd, fuera de Buenos Aires el crítico es ya una especie arqueológica, y salir a ver películas en pantalla grande una excursión-inversión turística sin equipaje.

Los locos que vos encerráis... Cuando nació Arnaud Desplechin –1960-se desperezaba la nouvelle vague, el movimiento de cineastas franceses que iba a cambiar el negocio para siempre:. Lejos de la pateadura de tablero, ideológico y formal, de Godard, de la confesión velada y el permanente homenaje a sus maestros-modelos de Truffaut y del policial-social inclemente con la burguesía de Chabrol, Desplechin le debe un poco a todos, como heredero de una tradición inexcusable que además certifica la renovación generacional, nunca detenida, del cine galo. Reyes y reina (Rois et reine) está datada en... 2004, y tan tardío resultó su estreno comercial que sucedió algo inédito: la vimos por cable, Cinemax mediante, el mes que debutó en alguna platea capitalina.
Así, la mezcla de géneros imprevistos que deleita a Godard, el guiño oblicuo sobre la historia del cine onda Truffaut y la crítica de clase, si bien muy laxa, de Chabrol, pueden identificar al francés Desplechin, eso sí, sin disminuir su personalidad. A simple vista se trata del relato de relaciones disfuncionales, de egoísmos y odios escondidos, pero el tratamiento vuelve el cruce de confesiones y destinos una nueva alianza entre lo cómico y lo trágico, que cuando llega a ser uno se convierte en lo otro, como si nada comportara la fatalidad o la libertad sino una suma sin ganador absoluto, la farsa dramática de la vida. De paso, ningún personaje es del todo malo ni bueno: la afirmación y su contrario, igual que la banda de sonido, capaz de meter Moon River de Henry Mancini junto a un hip hop y la Pavana de Ravel.
Empieza documental-ficción, con Nora (Emmanuelle Devos, a quien vimos en El latido de mi corazón) en off. Tuvo un primer marido que se suicidó estando encinta, un segundo esposo del que se omite información adrede, y se casará con un tercero, el candidato más rico de los tres. Entonces se nos aproxima una narración paralela, en torno a Ismaël (el extraordinario Mathieu Amalric, como Devos actor fetiche de Desplechin), al que raptan dos paramédicos de un psiquiátrico por denuncias de locura y resulta el segundo consorte de Nora. Hasta ahí el planteo parece convencional, pero apenas se acaba de anunciar el juego de las máscaras. Porque Ismaël no está realmente más loco que cualquiera de nosotros, ni Nora, tan dedicada hija de su padre agonizante, ha sido una madre cariñosa y devota de su hijo de diez años. Sin embargo, la mirada del director no condena ni absuelve, porque sus criaturas son víctimas y victimarias, pagan en vida sus achaques y tarde o temprano les aguarda un final feliz: “el ciclo del dolor terminó”, dice ella. Todo se escenifica como un juego, tragicómico pero juego al fin. Desplechin no quiere ser atrapado en una posición fija, se somete al vértigo de la acción y hace cintura, se escapa de un salto cuando la situación desborda drama, y vuelve a él cuando bordea la risa. Y así, vemos a Ismaël en una escena casi de Almodóvar, contándole un sueño a su terapista, una negra gordísima de túnica roja con pinta de bahiana, o el paseo junto a su abogado, falopero zarpado que se mete en la farmacia de la clínica y recopila anfetas como si fuera de shopping. Más sorpresas: a Nora se le aparece el primer marido, muerto, y dialogan apaciblemente; después, en un flashback, nos enteramos que se mató de un tiro en el corazón delante de ella. O la visita de I. a su padre, dueño de un Am/Pm, que reduce a tres asaltantes jovencitos igual que un Harry el Sucio entrado en años pero sin dejar de expresar piedad por ellos. En el loquero, además, I. intima con una suicida cinco veces fallida, y esto se lee sin tragicidad ni psicologismo. Desplechin se balancea todo el tiempo sobre la cornisa. Entreabre las puertas, permite que nos asomemos, y al iniciarse la identificación o la repulsa, cierra de golpe, un acróbata girando clavas en el aire y montado sobre una rueda. Y se da lujos de artista, como la prodigiosa secuencia de plática entre I. y su hijo adoptivo en un museo o la declaración de odio del padre de Nora, demoledora, filmada como en un celuloide agrietado. Nora es galerista, lo mismo que el sabio Arnaud. El muestrario de pinturería llamado Rois et reine nos dice que de eso se trata su cine.

Libro Negro, Caja Negra. El holandés Paul Verhoeven supo hacer un estropicio mientras se posó sobre Hollywood. Robocop (1987) fue pionera del futurismo inquietante-excepción hecha de Blade Runner-, con su policía privatizada y la megalópolis regida por una única corporación; Bajos instintos (92) inauguró un tipo de policial perverso de villanos y justicieros intercambiables bajo el irresistible muérdago del sexo; Invasión sutilizó su mensaje de mera sci-fi de extraterrestres vistiendo a los terrícolas como a la Gestapo (94) y hasta El hombre sin sombra, tan poco reconocida, reelaboraba la leyenda del hombre invisible a las posibilidades del tecnofascismo (2000). Claro: en USA el libertino Paul inoculó otros dobladillos conceptuales en cada cuerda que le tocó vibrar, hizo tocoymevoy y nada volvió a ser como antes. Y de vuelta a su Madre Patria invierte ese tránsito y americaniza el cine bélico tornándolo un híbrido de aventuras. Vamos por partes. El libro negro (Zwartboek) tiene méritos indiscutibles. Encara un tema tenuemente explorado: la corrupción inherente al régimen nazi, el soborno impuesto a las familias judías ricas a cambio de supuesta inmunidad, a manos de sus captores y posteriores asesinos, lo que derivó en fortunas abruptas de los alemanes conversos a la democracia al finalizar la guerra –y sin deudos que les reclamaran. Ya estaba en la miniserie Holocausto (1979), donde los beneficiarios eran la oligarquía germana, a quien el Reich les endosaba los bienes expropiados, y en La lista de Schindler (Spielberg, 1993) desde otro perfil, surgía el empresariado comprando esclavos a los campos de concentración. El libro sin embargo avanza un trecho aún, y, provocador Verhoeven si los hay, orina sobre terreno sagrado, la intangible Resistencia anti-invasor. De eso hablaba el libro negro, real, nunca hallado: una lista de traidores y colaboracionistas, “incluyendo más de un dirigente” de los maquis holandeses, según supo el director. La delación de judíos por dinero debió ser particularmente habitual, si se considera que, de los 140.000 judíos del País Bajo 90.000 sufrieron el exterminio, “el mayor porcentaje” nacional durante la ocupación de Europa(1) La película no escatima denuncia contra sus compatriotas, que pasan de la clandestinidad a la entrega de compañeros y se vengan horriblemente de los colabós –a Rachel Stein, la protagonista, le arrojan encima una olla entera de mierda, entre otros oprobios. “Cada sobreviviente es culpable en cierto sentido”, predica alguien, contrapunto de lo que dijo Gabriele Salvatore en Mediterráneo: en la guerra lo único heroico es sobrevivir.
Ahora bien. Verhoeven no perdonará a nadie, pero se le ve en el orillo el maniqueísmo yanqui. El general Muntze (Sebastian Koch, de La mirada de los otros) es el nazi bueno que acaba de sufrir la pérdida de esposa e hijos en un bombardeo; Franken (Waldemar Kobus) es el nazi malísimo que lucra e intriga y se hace odiar durante todo el film; a medio camino –más creíble- Käuntner (Christian Berkel, entrevisto en La caída) es un fanático que se vuelca del lado aliado en cuanto salva el pellejo. En algun momento el larguísimo argumento de 145 minutos, otro influjo de su lugar de adopción, a Verhoeven se le va de las manos, como cuando Rachel (la muy dulce Carice van Houten) zafa de una inyección de insulina con la cual su amigo traidor quiere liquidarla comiendo chocolate inglés y... se tira del balcón a la calle saliendo ilesa, giro de thriller de espionaje alla 007 poco honesto a esa altura, dada la cantidad de sangre volcada y una historia que se pretende verosímil. ¿Será por eso que se promueve a Carice como la próxima chica Bond? El uso excesivo de la música –ni un momento de silencio--, o el micrófono detrás de un cuadro -¿no es un poquín sofisticado para la época?—desconciertan más que acompañar la trama. Detalles que se disculpan, en realidad, porque el Holandés Errante, como su par francés, busca siempre no encasillarse y, conociéndolo, logró lo que planeaba, sacudir el género. Prueba de un cine en extinción, tal vez: el libro negro versus la caja negra, esa que uno abre sólo para saber por qué se estrelló.

Gabriel Cabrejas

1: Comentario de Paul Verhoeven en la entrevista de Norman Whitehead: "Fue una época de muchas traiciones". En Página 12, del 23 de agosto de 2007.

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