Noche de domingo, Oscar de miércoles
Decadencia confirmada
Las interminables y tediosas galas de entrega del Oscar ya no deparan sorpresas. Esta vez se premió al big show en detrimento del relato concienzudo y no concesivo. Dicho de otro modo, ganaron Life of Pi (Una aventura extraordinaria, Ang Lee) y Argo (Ben Affleck), lo último un bochorno. El superyo patriotero y autocomplaciente de los votantes nacionales le ganó la pulseada a Spielberg, cuasi oscuro en varios sentidos (Lincoln), que volvió a su casa con las manos vacías. Lo siguiente, la crónica de un establishment cinematográfico cada vez más horripilante.
Ben, hacéte Argo. Desde que siendo un jovenzuelo la Academia galardonó a Ben Affleck se supo que sería un enfant gaté prometedor a quien todo le sería perdonado. Pero conferirle el Oscar a mejor película a Argo después de omitirlo en las nominaciones como director—vaya contradicción insalvable de una conciencia ambivalente—es directamente un despropósito mayúsculo. No se comprende cómo un producto tan ramplón y obvio pudo seducir tanto, aunque a decir verdad tampoco sus eventuales competidores tenían mucho que pelearle en un panorama desprovisto de hallazgos.
Lo curioso es que Ben sabe dirigir, tiene el instinto. Sorprende ese comienzo: mitad comic, mitad documental, relata sin medias tintas el intervencionismo yanqui que retrotrajo la nacionalización del petróleo y el hambre generalizada provocada por la dictadura del Sha Reza Pahlevi, mantenido gracias al respaldo de USA. Se siente como inevitable la no menor dictadura fanática del Ayatollah. Acto seguido, el episodio que justifica el film, el rescate de seis fugitivos de la embajada americana en Teherán, luego de que las huestes fundamentalistas la atacaran llevándose un número mayor de rehenes. El éxito de la operación encubierta no gozó entonces de espectacularidad, pues el presidente Jimmy Carter se equivocó fiero al mandar paralelamente una patrulla aerotransportada que se estrelló, para escándalo de la opinión pública, y, se sabe hoy, el candidato opositor Ronald Reagan obstaculizó ex profeso la transacción con los captores a fin de sumar puntos en su campaña hacia la Casa Blanca.
Aparece ahí el barbado agente de la CIA Tony Méndez (Affleck) y su propuesta de infiltrar a los prófugos como falso equipo de Hollywood que estaría filmando una nueva versión de Star Wars, de nombre Argo, y, convertido en un Jasón al mando de la troupe de argonautas, sacarlos de Irán. En Mentiras que matan (Wag the dog, 1997), Barry Levinson inventaba una guerra en la remota Albania mediante un verdadero montaje de realidad que comandaban un ingenio del gobierno (Robert De Niro) y un productor de cine (Dustin Hoffman), y así se tapujaban los devaneos sexuales del Presidente con una becaria. Menos fantasiosa y ácida, Argo apela al modelo, pero resguardándose de emitir juicios reprochables a la política exterior. En todo momento los persas de barba y sus mujeres de chador y Kalashnikov en ristre subrayan la imagen del salvaje vengador sarraceno, incendiario de banderas a barras e intolerante religioso. Inexpresivo y eficaz como buen técnico, Affleck insiste por las suyas en seguir la maniobra aún cuando le avisan que la han cancelado desde Washington, y en vez de abandonarlo a su suerte, un jefe (Brian Cranston) lo acompaña en la patriada hasta el final.
Algunas ironías se le deslizan, sobre todo alrededor del bussiness del cine. “No sabes absolutamente nada, encajarás perfecto”, lo invita el productor John Goodman, “cualquier idiota puede dirigir durante un día”. Goodman y Alan Arkin se roban los laureles actorales, en el rol de los profesionales hollywoodenses que le proporcionan el poster, un storyboard trucho y las cámaras. El problema de Argo es su carencia de definición. Quiere quedar bien con todos, se cohíbe en cuanto podría aplicar una dosis de humor a un plan de suyo disparatado, aburre en su heroicidad de una sola pieza y, encima, dedica a la fuga propiamente dicha unos presurosos minutos finales. Casi no hay rastro de la preparación, el suspenso no se lo cree nadie y la cara de Ben se niega a ejercitar los músculos. Pregunta de remate: ¿cómo un tipo progre, George Clooney productor, propició semejante vergüenza?
Lincoln y otras galletitas. Lincoln es la segunda película de Steven Spielberg dedicada a un hombre (la primera sería La lista de Schindler, 1993), y sin embargo, como aquélla, su perspectiva se funde a la lectura del mundo completo que gira en torno, del cual el hombre encarna su mejor exponente, eso sí, con sus blancos y negros. Quizás debido a esto el Oscar le fue negado. Spielberg se calzó el sayo de historiador y no exactamente el de cineasta, y prefirió estudiar la época desde ella misma, sin tentarlo la traición de juzgarla con ojos contemporáneos.
“Encerrado en una cáscara de nuez aún así me creería rey del espacio infinito… si no fuera por mis malos sueños”, medita Lincoln-Daniel Day Lewis glosando a Hamlet y cifra su personalidad, segura de sus fines y dubitativa de los medios, llena de parábolas y refranera como un Cristo laico, y corva de hombros ya, pasados cinco años de una guerra civil inacabable. El lapso reconstruido se circunscribe al primer cuatrimestre de 1865 y el Capitolio debe votar la 13ª enmienda constitucional, esa que aboliría la esclavitud. “¿Por qué perder una batalla aquí cuando ya casi ganamos la guerra?”, le cuestiona un parlamentario. Faltan veinte votos demócratas y dos tercios republicanos para que la sesión plenaria la apruebe. Mientras, llegan los delegados del Sur a firmar la paz, que se alejaría si se firma la abolición. La verdad, los wasp de la Unión son racistas igual que sus pares confederados; declarar libres a los negros les abrirá la puerta al voto tarde o temprano. En Pandillas de Nueva York (2002) Scorsese mostraba que los neoyorquinos eran tan linchadores como los sureños.“ Puedo confiscar la propiedad de los rebeldes vencidos, o sea, los esclavos, pero ellos no son propiedad. También sacárselos a un estado vencido, pero el Sur no constituye un estado”, argumenta Lincoln. Sus principios se oponen a la servidumbre, y a la vez no sabemos qué piensa sobre los derechos civiles de los afroamericanos, no estaban en su agenda y tal vez tampoco en su pensamiento, y Spielberg (y su guionista Tony Kushner, libretista de Munich, 2005) no los repone ni desea instalarlo de temerario o apóstol. Después de todo, la igualdad ante la ley declarativa y teórica no implica su puesta en práctica…; convencer a los diputados puede costar comprarlos a cambio de puestos oficiales, metodología non sancta que revela cómo se cuecen habas siempre y que no existen héroes impolutos. Gran avance ideológico en un director que derramaba chauvinismo en Rescatando al soldado Ryan (1998).
Fotográficamente oscura como la historia, a la película no le interesa exaltar al 16º Presidente sino en momentos cruciales. Atrás queda esa herida supurante, la muerte de un hijo en el invierno del 62, que Lincoln debió asimilar de apuro porque “iba tan mal la guerra”. Hacia delante, no expone su asesinato apenas concluída la contienda— casi un anticipo de otra pérdida, ésta natural, la del popular Franklin Roosevelt al cerrarse el capítulo de la Segunda Guerra Mundial. Sally Field, la sufrida primera dama, se luce; conmovedora la escena en que Tommy Lee Jones, abolicionista, en otra gran actuación, llega a su casa, se saca la peluca y, sinceramente calvo, se acuesta feliz junto a su esposa negra, a quien mantuvo oculta.
Lincoln no parece de Spielberg y eso la consagra. No se nota el despliegue de producción, se basa en las palabras y no en la acción, y se presenta compleja frente a la habitual simplificación que lo ha caracterizado. En contra, su excesiva duración, fatigante al ser tan hablada.
Del hinduísmo al western spaghetti. Ang Lee merece el marbete de all terrain invicto: ya se granjeó un Oscar vía Secreto en la montaña (2005), tan distinta al comic filmado Hulk (2003), las artes marciales de El tigre y el dragón (2000) o la previctoriana Sensatez y sentimientos (1995). Una aventura extraordinaria: un cuento de hadas masculino y de iniciación a un tiempo, y una genuina fiesta para los ojos. Indiscutible este premio, vale la pena decirlo. La maravilla de color, edición, un 3D por primera vez bien exprimido, salen de un orquestador eximio, que resucita lo mejor de, precisamente, el film de aventuras, inverosímil por naturaleza y pochoclero a mucha honra.
Sobre una novela del canadiense Yann Martel, Una aventura o Life of Pi presenta el reportaje que un escritor formula a Pi Patel, cuyo relato reconstructivo es la película. El hombre, ya maduro (Irrfan Khan, estrella del cine hindú), de adolescente, perdió a su familia en un accidente y de pronto se encontró dentro de un bote teniendo de insólito compañero a un tigre de bengala. De modo que, a la deriva en el océano Índico, deberá convivir con el felino, ya que no puede tirarlo al agua, buscando la forma de alimentarlo, o será él su almuerzo. Lo demás, una miríada de efectos especiales y proezas de montaje deliciosos, siempre, eso sí, dentro de lo increíble, el código que Life of Pi pide del espectador. Digamos, una lluvia de peces voladores que el tigre devora con sólo abrir las fauces, tan providencial al cabo de perderse todas las latas de conserva, o el desembarco en una ínsula cuajada de pequeños mamíferos que sacian a la ya hambrienta fiera. La sorpresa permanente de la fábula radica en qué vendra, pero sabemos de antemano que el narrador, lógicamente, pasó la prueba. En desmedro, la contrabandeada casuística new age, su moraleja vital apta al texto iniciático-educativo, y la épica del héroe individual contra la adversidad, cara a los intereses yanquis de toda la vida.
A otro tren sube Django sin cadenas, el nuevo opus de Quentin Tarantino, una summa de su estética. No se puso previamente de acuerdo con Spìelberg, y no obstante podría ser su antecedente argumental, dado que se ubica cronológicamente antes de la Guerra de Secesión y encara por tema el racismo. Igual que Una aventura no intenta la verosimilitud, sino la parodia del western y el cúmulo de citas eruditas cinefílicas. No existen Buenos ni Malos en grado puro, típico del director, como los diálogos extensos muchas veces sobre bueyes perdidos que demoran adrede el estallido de violencia desmadrada, adivinable al término de una tensión estudiada.
La escenificación del poder y la espera de la venganza son los rasgos comunes de la filmografía tarantiniana. Ahora las perfila dentro de un contexto político-histórico, continuando la impronta de Bastardos sin gloria (2009), y usando la Historia a su manera arbitraria. Django (Jamie Foxx), esclavo recapturado, zafa de regresar al algodonal gracias a un cazador de recompensas disfrazado de sacamuelas ambulante (el dr. Schultz: Christoph Waltz), y, vuelto su acompañante y socio, se dirige a recuperar a su mujer, esclava también, sin el permiso, claro, de su dueño, Calvin Candie (Leonardo di Caprio). El buddy film o film de parejas entre extraños que aceptan compartir un destino se inscribe en el género: baste mencionar al Llanero Solitario y su compa indio Toro. De homenaje, un cameo de Franco Nero, protagonista del Django spaghetti originario, y la música (del argentino Luis Enrique Bacalov) que recuerda asimismo a los italianos1. Los geyseres de sangre y su ruido al fluir, los jirones de carne que brincan de los balazos, hacen pensar en una autoparodia, o un cierre de su propia tradición empezada en Perros de la calle (1992). Se permite una secuencia cómica, la de los presuntos iniciadores del Ku Klux Klan que se desmembran porque no les sientan bien las sábanas perforadas en la cabeza. La hipérbole tiende a separar la historia de su representación; Tarantino es metalingüístico y cambia de formato genérico para revertirlo a su particular maniera, en la cual talla su proficua cultura cinematera. En ese sentido, por mucho que se disfrute y entretenga —lejos la más llevadera y divertida de las películas que vimos—corre el albur de repetirse demasiado, de un regodeo narcisista en su (inconfundible) estilo.
Pobre, este cine de los ricos. Les cuesta mucho realizarlo y termina tan barato. No cualquiera filma pero cualquiera gana. Como bromeara agriamente Bob Hope, inolvidable maestro de ceremonias del viejo Oscar: “con ustedes, las mejores actuaciones, por los perdedores”.
Gabriel Cabrejas
Lacocuzza.blogspot.com
1 Django, de Sergio Corbucci, un clásico de 1966. Bacalov compuso varias canciones y soundtracks para westerns spaghetti. En 1994 ganó el Oscar por Il postino (El cartero, de Michael Radford).
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