martes, 26 de marzo de 2013

Reflexiones de un renegado 2012

Liquidación final de temporada






    Por si no lo sabíamos, la temporada masiva terminó. No ahora, sino en los 90, cuando la estabilidad, utopía de esos años, lograda mediante el perverso mecanismo de la convertibilidad, no sólo abarató los viajes al exterior sino asustó a la ciclotímica clase media oriunda y la inspiró a ahorrar en pesodólares y drenar salarios y ganancias, que financiaba el endeudamiento externo, en importados. Mar del Plata tuvo entonces la oportunidad de reconvertirse de ciudad turística en industrial autónoma, lástima que eso tampoco funcionaría en ningún lado, ya que nadie compraba nada made in acá. Hasta fines del 80 la temporada duraba dos meses íntegros y había plata e inflación, más de ambas que ahora. Qué sucedió es sencillo de contar; más difícil definir qué hacemos. La memoria corta de los argentinos recurrirá como siempre a culpar al gobierno actual, facilismo para enmascarar su responsabilidad histórica y, de paso, jugar al juego que le gusta, acomodar el recuerdo al presente, lo que es habitual e inocuo en un individuo pero nefasto si se extiende como experiencia colectiva. Propongo un análisis bastante obvio, pero que no abunda:

1) La gente viene. MDQ seguirá siendo la mayor receptora nacional de turistas debido a la cantidad y calidad de sus servicios vinculados, pero ocurre que la panza bonaerense, desde Samborombón a Bahía Blanca, se llenó de balnearios, un rosario desgranado de pequeñas plazas atractivas, justamente, por su menor desarrollo, densidad de población y vehículos, incluso, por su mayor exclusivismo. El promedio de veraneantes, año tras año, no llega, o apenas supera, los dos millones, y esto es poco más que el quantum de los años 70. El problema, éramos 400. 000 almas y ahora más de 700.000. Ergo, debiéramos sumar 4 millones en apretados dos meses para ser exitosos, y ni siquiera cabrían en el ejido.

2) Gasoleros. Mal que les pese a los nostálgicos de la belle époque, que nunca vivieron, MDQ es gasolera: consumidores de medio pelo, ahorrativos, de ingresos modestos, que esperan trascurrir el día (soleado) en la playa y luego, ducha, cena y al hotel. Antes se gastaban en alquilar quincena o mes, y escatimaban el resto: ahora dosifican hasta las chirolas. La queja de los productores teatrales está fuera de lugar. Le venden localidades caras a los porteños, de mejor poder adquisitivo, que han vertido el teatro en recreo exquisito y expresión de clase, mientras el interior carece de esos privilegios financieros y no puede hacer tamaña erogación. La elite racista y segregacionista suele refugiarse en Güemes y los balnearios del norte huyendo de los Negros de la Peatonal, pero no constituyen una multitud que consiga reeditar los buenos tiempos. Remotas quedaron las décadas del 60 y 70, cuando la mesocracia reinante, portadora siempre de la ideología gataflorista y quejosa por las dudas, alquilaba un chalet o un depto un mes y, dicen los memoristas, muchas familias vivían un año de tales expensas. Aún recuperado en parte el poder adquisitivo, los gastos corrientes han aumentado: que el auto nuevo, que el android, que internet, que pagar en cuotas todo, obliga a cernir los egresos recreativos.

3) Findes largos: la salvación consta en los feriados, innovación rescatable, si bien beneficia a las minorías hoteleras y gastronómicas. El goce infinito de los martilleros, carrera propia del balneario, deberá conformarse con menos acreencias, a tono con los prohibitivos alquileres anuales y los exorbitantes, desmadrados precios de las viviendas. La inflación en dólares de estos productos no se compadece con los salarios, incapaces de semejante erogación, y se sabe, los bancos no prestan, mirando las libranzas melifluas. La ciudad sitiada de los findes largos deja al margen a los barrios, que no verán mucho del derrame, al empaparse de gente el centro y la ex terminal.

4) Industrializarse. Ya a mediados del 70 se profetizaba el final de la urbe turística, y su necesaria suplencia por una polis productiva independiente del humor del viajante, puesta a su propio servicio, polo de desarrollo liviano, o pesado, que instale fábricas, industria de chimeneas. Mar del Plata se expande en espacio y no en riqueza, como un conurbano bonaerense de copia. Corridos por la escasa viabilidad laboral del campo, que abastece a los sojeros pero paga magras changas de peones al resto, los pobladores aldeanos huyen a las grandes urbes, donde encuentran masividad pero no plata, problema endémico del país lejos de solucionarse. En invierno sigue sin haber nada. La vida cultural tiene oferta y ninguna demanda, invitando a renovadas emigraciones de artistas. El agujero negro del frío es actitudinal, una inmensa baba de depresión a la espera del calor climático y económico, el cual sólo se reaviva si la temporada pasada fue buena o dejó la sensación de haberlo sido, en el receso. Sacar a los marplatenses de sus casas a consumir de todo, no solamente ir a cenar los sábados, mereciera un hueco en la agenda política. El círculo vicioso gira y se produce para el verano, como las reformas de los negocios que empiezan al llegar la primavera, y después otra temporada irregular impide quedar hechos, y vuelta el invierno y la espera. El marasmo ha sido el comentario histórico del Puerto vacacional, la hibernación de los estados anímicos, el oso polar acovachado en el subtrópico. Regímenes de promoción especiales, acuerdos entre gerentes, emprendimientos en las barriadas marginales, sacudirían el índice de desempleo más alto del país. Inexplicable que el municipio pida, precisamente, explicaciones por las mediciones a las autoridades estadísticas, cuando es una verdad a gritos. Mardel hoy se parece demasiado a cualquier pueblito provincial —de cualquier provincia—que sin el concurso del Estado no tiene trabajo para nadie. Luego, nos quejamos de los impuestos.


Gabriel Cabrejas

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