Balance 2009
Estrellas con un año de atraso y hasta en la sopa
Nadie cree en el Estrella excepto cuando lo recibe: lo típico de cualquier premio. Un reconocimiento siempre vale la pena, aunque, convengamos, mejor se recibe cuanto mejor es el jurado, y esto no existe aquí. Ciento veinte asesores cuya calificación se ignora dada su anonimia, y entre los cuales hay gente sapiente junto a meros cholulos garroneros de entradas, no contribuyen, ciertamente, a prestigiarlo. El negocio lo hace la Municipalidad: colaboradores espontáneos que no cobran un centavo, y un Gran Jurado que discute sobre las planillas presentadas y, de paso, tampoco aspira a un mínimo estipendio, faltaba más. Cada año reparte más pero no mejor, cada año quiere ser menos justo y más distributivo, así se sella la boca de los omitidos con el argumento de que todos tuvieron algo, y si son insuficientes las estrellas, se inventan nuevos galardones y santas pascuas. Sigue sin tener seriedad ni respeto, al fin de cuentas es un balance más del balneario feliz. En materia de premiación no se puede oscilar entre comercio y estética: o se inclina el fiel hacia una cosa o la otra o directamente carece de jerarquía e importancia. Nada, ni nadie, parece querer cambiar eso y queda claro que continuará esa rutina. Chau.
En lo que atañe a teatro oriundo, más allá de si rasguñó la nominación o el colgante adorna chimeneas, la presencia de los centros culturales ya forman parte irreversible de la postal, como que han pasado a ser el único refugio de nuestra escena independiente, y hasta un espacio de resistencia, pues hasta el Auditorium rifó su grilla al trío Midachi, habiendo tantas salas para el teatro mercantil, y relegando a los elencos locales al horario de las once y media y a la Nachman. El Caldero, El Club del Teatro, La Brecha, El Séptimo Fuego, El Galpón de las Artes, América Libre, EA, Liberart, cubrieron sus respectivas semanas con buena programación marplatense y alternativa. También le encontraron la vuelta al éxito: en vez del sueño inconducente de querer plateas multitudinarias, estructuraron su pasión alrededor de tres gradas y sillas móviles, autolimitaron su capacidad, planearon cada escenario a nivel suelo, tapiaron las paredes de cámara negra y acogieron un público sutil, reducido pero exigente, que supo de lealtades a otro tipo de propuesta. Temporada ardua, a no dudarlo. Hay muertos y heridos, sobretodo de los productores foráneos, que nunca bajaron de cartel y sin embargo tampoco bajaron el precio del ticket, inabordable para muchísimo turismo gasolero –el nuestro, vamos, ya más bien gasero--, así pues se resignaron al consuelo del Estrella después de quedar estrellados de racaudaciones. Que al tope de éstas haya una obra con 30 mil espectadores, cifra jamás superada en veinte años, frente a los cien mil largos del Negro Olmedo al momento de su fallecimiento, revela una realidad que no deberíamos soslayar: Mardel menguó su chasis de destino masivo, recibe menos gente y duplicó su demografía. El PBI estival se reparte peor que la generosidad simbólica de sus premios a la producción dramática.
¿Será tanta la interna en el debate del tribunal, que se necesita multiplicar los rubros? Si eso sucede, entonces se premia al jurado, no a los postulantes. Se hace peliagudo distinguir entre revista, varieté y music hall, salvo la contundente aparición de vedetonas emplumadas. No basta enchufarle la cocarda a revista, también regalemos una a mejor performance en revista, y todos contentos. Hubo tal cantidad de mejor actor/actriz que cualquiera puede decir que le dieron una estatuilla aunque sea mentira; van a venir de Broadway a laburar aquí. Humor individual/ humor grupal, musical individual/ musical grupal, trazaron idéntica tónica, que nadie se vaya con las manos vacías. Gestos de audacia uno solo: llamar a nuestra Natalia Alfonsi (Lisístrata) para recibir el revelación cuando el número puesto era Dalma Maradona. Estricta justicia, pero no festejemos. No se percataron de que es la única solapa sin separar entre los de acá y los de allá, y seguramente enmendarán pronto semejante despropósito.
La hora de los históricos
El 2009 será un año memorable en la panoplia de los históricos, los grandes honoris causa del teatro vernáculo, y con textos que en rigor debutaron en el 2008. Esperando el lunes, de Carlos Alsina, embuchó mejor obra marplatense y mejor director, el inoxidable Enrique Baigol. Pino Simonetti y Rosa María Muñoz –esta última fue revelación muy joven, dentro del plantel de Juan Palmieri, bajo batuta de Gregorio Nachman, 1975—tuvieron lo suyo (actor y actriz) por Maté un tipo, que a su vez condujo el gran Juan Carlos Polaco Stevelski, otro nombre que significa el drama marítimo.
Esperando el lunes no tiene un argumento sino muchos. En apariencia, el encuentro de un viejo y un joven, el primero zumbón y tramposo y el segundo crédulo e inexperto. Lo que sigue, una comedia de sketches para múltiple exhibición de histriones, y en esto se debe empezar por Martín Cittadino, vaya partener, el cual, en sí mismo, resume toda la educación y la esperanza de estas playas teatrales, el coequipier perfecto para contrastar al principal sin opacarlo y sin dejar a un tiempo de demostrarse.
El libreto de Carlos Alsina, más que partitura un bosquejo múltiple para ser ahondado e improvisarle encima, trata apenas esa dialéctica, el Joven y el Viejo, sin especializarse en didactismo, en la necesidad de enseñanzas recíprocas, aunque algo de eso hay solamente en función de que existan las diferencias que hacen al diálogo de caracteres. Al principio, tal cual ardid del absurdo, son dos personas en un banco de plaza donde el adulto comenta que la “obra de enfrente” nunca avanza. Tampoco el drama en cuanto a acción progresiva, y no hacía falta. El Viejo es bastante raro e imprevisible, y lo único que va a crecer es el grado, precisamente, de locura jovial, de punción de lo insólito. Porque en la escena siguiente el viejo finge ser dealer, cuando en la primera aparecía como consciencia del Joven que espera a una presunta novia, y en lo sucesivo el Viejo olvidará todo lo anterior y en otro se travestirá y de nuevo se volverá irreconocible. Esperando el lunes sorprende tanto como Baigol, un dribblin en el área que desconcierta al defensor-público y patea al palo contrario, instala una imagen fija y luego la desencuadra, como si fueran autores los actores y estuvieran, en el escenario, sacando animales inverosímiles de la galera. Baigol sabe cómo jugar con el Soberano. Se va bailando levemente de cada sketch y en los interludios, el fagot de Elizabeth Gautin logra igual efecto que la historia, tocando solos de todo registro en un sentido similar al libreto, que evoluciona del realismo de la primera escena al disparate de las últimas, de la imitación al teatralismo.
“Nuestra clase media es un gag, por eso nos gusta reírnos de ella”, epigrama David Viñas desde el programa de mano de Maté a un tipo. En teoría una comedia negra, en la práctica un grotesco dada sus implicancias sobre la ética posmoderna, la denuncia que el mismo humor cruel atempera como al pasar. Daniel Dalmaroni, premiado por Tito Cossa el año pasado en la ceremonia del Estrella –estreno de autor nacional en Mar del Plata—juguetea con un asesino serial criollo y padre de familia que tiene de crítica-aliada a su propia esposa, ingenua y cínica a la vez, un rol pintiparado para Rosa Muñoz. Simonetti, el marido maniático-obsesivo-compulsivo pasa sin peaje de la vulgaridad doméstica al deseo criminal; un role playing satírico, comandado por el psicólogo (Stebelski), con la hija del matrimonio bobalicona (Vicki Stebelski, que además descubrió y propuso el texto al conjunto), diseña la escena más cómica, donde los actores sencillamente se lucen y provocan la carcajada frente al horror. Stebelski piloto de la puesta todavía tiene cartas en el mazo: apelando al viejo gran guiñol finge un apaleo brutal mediante brazos y piernas de utilería, y desboca hasta el hartazgo la hilaridad del asesinato en escena. Maté sorprende aún a sus oficiantes. Dos años seguidos del éxito más descollante de nuestro teatro en mucho tiempo, producto del boca a boca, al fin en este período alcanzó la golosina de la crítica a su trabajo.
Un héroe de hoy y de siempre
La programación de El Caldero fue ignorada pese al desfile de jurados voyeurs –ninguno del tribunal superior—a lo largo del tórrido verano. Mejor suerte debieron obtener los actores de Tío Vanía y Para que se vea el mar (dirigió ambos la experta Graciela Spinelli), entre los cuales fulguraron los históricos José Casas Grau, Juan Carlos Lugea, Hilda Marcó, Elsa Alegre, Sandra Maddoni, Andrea Chulak, Laura Federico y el alma pater del Centro mismo, Daniel Lambertini, entre otros. América Libre mandó un abanico verdaderamente competitivo a través de La rosa de cobre, bocetada sobre el recuerdo de Roberto Arlt y bajo la guía de un promisorio maestro, Manuel Santos Iñurrieta. No obstante lo llamativo de la convocatoria, tampoco atrapó una Estrella al voleo –quizás sus organizadores se negaron a anotarse de común acuerdo--, y sí agarró un Premio Argentores La incertidumbre, del cineasta Julio Lazcano, complicada trama llena de parlamentos que pudo ser brillante en otro contexto, básicamente el del guión cinematográfico. Ángel Balestrini, otro gigante absoluto de los de acá, se ganó el Carlos Waitz de la Asociación Argentina de Actores y le tocó rememorar el lúgubre instante en que otros grupos, los de tareas, lo arrancaron del vestuario y de la vida. “Tenía 22 años, no tuvo trayectoria”, asintió Balestrini. Conviene no olvidar (jamás) que muchos murieron para que los spots iluminaran a los sobrevivientes.
El Séptimo Fuego tuvo su noche victoriosa, pero menos que otros años y es asunto de azar y no de racionalidad. Faena, el regreso de Marcelo Marán a la narrativa teatral, no cuajó del todo, lástima la muy interesante puesta de Viviana Ruiz. El autor malbarata la cita ficticia de Arbolito, el coronel Rauch y Manuel Dorrego en el limbo de las culpas y las víctimas por una excesiva brevedad y escaso conflicto, quedándose en lo expositivo del engarce histórico. Julius, en cambio, nominado tres veces –dirección, obra local, actor—se quedó corto, injustamente, al momento de confirmarse sus candidaturas.
Julius Fucik, para la Historia, fue un dirigente checo comunista fusilado durante la dictadura colaboracionista del nazismo que se abatió sobre Praga en la Segunda Guerra. Para la literatura, entronca en la tradición de los escritores confesionales cuya mejor obra corresponde a sus días de preso: no un Ana Frank que repasaba su cotidianidad oculta y adolescencial mientras iban rumbo al Campo familias enteras de judíos holandeses hasta ser ella misma una de ellos; más bien como Boecio, ejecutado por el bárbaro Teodorico hacia el final de la romanidad, o Silvio Pellico, patriota italiano (Le mie priggioni), y Antonio Gramsci, el cual reunía dos caracteres de un típico preso del siglo veinte, judío y comunista, y un tercero: víctima del fascismo. Menos doctrinario y profundo que Gramsci, tan nacionalista como Pellico, más comprometido que Ana e igual de intelectual como Pellico, la hoja de ruta terminal de Fucik, llamada Reportaje al pie del cadalso es testimonio febril, sangrante, de una voluntad humana sometida a vejámenes sin cuento que sabe morir de pie y entonando una canción revolucionaria junto al patíbulo, la Victoria del Hombre sobre la anécdota feroz de la muerte autoritaria: He vivido por la alegría, por la alegría he ido a combate, y por la alegría muero, dijo, dicen, antes de ser acribillado.
Julius, en cambio, para el teatro, convoca las voces que la Historia traspapela, inocula palabras imaginarias pero verosímiles acerca de una situación que el lenguaje del fusilado no contiene, pero hace implícitas. El debut de Marcos Moyano dramaturgo demuestra su experiencia, no sólo la previa de actor, sino la de puestista –no hay narrador teatral válido que no vea su obra como texto espectacular—y la de alumno. Hijo carnal (y ético) de Viviana Ruiz y Mario Moyano, del que recibió en herencia además la edición de Reportaje base, e hijo espiritual de Renzo Casali, del que a su vez conoció una primera pieza sobre Fucik, Memorias de un viejo cerdo, contó un haber de influencias a las que necesitó sólo sumar su talento, éste sí, totalmente propio.
¿Qué cosa nueva puede decirse, a estas alturas, del comportamiento de torturadores y torturados? Tal vez ninguna: el asunto sigue siendo cómo tratarlos, cómo disponer las moléculas para ofrecer un organismo novedoso que no caiga en lo obvio o lo trivial. Julius da otra vuelta de tuerca sorpresiva, reflexiva a la gramática del horror. Su meta controversial, porque no se amolda a la tragedia sino al grotesco, única vía de impostación creíble para penetrar en lo que Hannah Arendt denominó la banalidad del mal.
Primero, un maestro de ceremonias cuasi festivo, abriendo de par en par la cortina invisible: después de todo esto no deja de ser teatro. Transgrede la cuarta pared y advierte la autorreferencia, o sea, así escribí la partitura. La desnudez del ladrillo atrás, un armario del que sale, o entra, el asesino, metáfora de la pesadilla intimista, del terror interiorizado en ¿nuestra? vida. Un elástico de cama se convierte en el gran artefacto escénico en mutación, parado forma las rejas de la cárcel. El guardián Adolf Bohm genera la ambigüedad: calvo y de voz estentórea habla de la naturaleza y reparte flores al público. Moyano actuante, brechtiano e hipersensible a un tiempo, pasa del anuncio circense y las piruetas al grito desgarrador del supliciado, en la oscuridad, lo que duplica el margen del espanto. Gusta, la mujer del presidiario (Natalia Alfonsi) media entre el submundo del condenado y la esperanza del aire libre, contiguo y lejanísimo. Bohm, ¿es un sádico henchido de poder o simplemente un idiota con ínfulas, que desprecia y envidia a su víctima? Trepa como un gamo al ropero, suda bajo los spots, cruza el escenario raudamente, presa de su destino. ¿Sabrá que será recordado por matar a quienes mató, y no por la causa que le ordenó matarlos?
Amén del siempre sabio pilotaje de Viviana Ruiz y su compromiso inmanente con el mensaje, nunca aleatorio en ella –“dirigí para sacudir la conciencia acomodada de nuestros días”, tipea en el programa de mano—Julius entrega una formidable revelación: ese Marcelo Scalona que le pone el cuerpo a Bohm y recaba su primera nominación al Estrella. Su pregnancia de actor, el autodominio que despliega, bastaría para identificar la calidad mayúscula de (otro) trabajo difícil de olvidar en el Séptimo Fuego. Habremos de prestarle atención en lo sucesivo, tanto promete y tanto cumple.
Guillermo Yanícola no se ausentó este verano pero ya no buscó postularse, si bien picoteó en varios Centros y, como casi siempre, aumentó su oferta. Repuso Disparate, Floresta y Ubú algunas noches, secundado de gloriosa recepción: ya se perfila al teatrista que la gente espera ver. Se jugó a la innovación más revolucionaria en nuestro medio con La cocina (en La brecha), que promete una única subida al tablado mensual en doce episodios concatenados y a su vez autónomos, siendo cada montaje también diferente. Por su periodicidad no podía aspirar a premios y tampoco, claro, decidió competir deliberadamente.
Sorprende el vacío de teatro infantil en un ejido que se caracterizó toda la vida por abundar en elencos dedicados a él. Una fatalidad gubernamental, el adelanto de hora, hirió de muerte el primer turno para cenar en los restoranes, y extirpó los atardeceres, demasiado soleados, para las puestas del auditorio menudo. ¿Desaparecieron los grupos, locales y de importación, que cultivaron tanto las pequeñas fábulas? Tal vez el atestigua una tendencia universal, en cuanto al chiquerío lo extasía más el Mortal Kombat que los títeres y los payasos. Pero si el teatro para niños da un paso atrás barrido por el play station, menos chances tendrá la escena futura al resignar la formación de espectadores desde la infancia. Mal pronóstico: cada vez más gente hace teatro y se avecina una nueva etapa de sangría en la demanda. Muchos cisnes cantando no disminuyen la tragicidad de que sean, precisamente, cisnes.
Otro hueco, el de los circos. Había tres como poco cada temporada y hoy el rubro se levantó sin suspiros ni lágrimas. Queda una última pregunta irresoluble. ¿La crisis implica sequía de público o exceso de obras, que impiden la libertad de elección al asfixiar al elector, que de suyo viene menos días al balneario y sin divisas? Ochenta canales de cable garantizan que el televidente termine mirando a Tinelli. Miles de restó achican al peatón al pancho y la gaseosa. Eso y no otra cosa pasó este 2009. Muy buen teatro, que nunca llegaremos a contemplar entero.
Gabriel Cabrejas
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2 comentarios:
Excelente blog Victor, un gusto pasar y deleitarme un rato, Gus.
Amigo Cabrejas, siempre tan incisivo, tan molar usted. Y eso que se abstuvo de hacer algún comentario de la obra de teatro "La incertidumbre" donde tuvo un papel destacado nuestro amigo Alejandro Gomez. Lo entiendo.
Un abrazo y que sigan los exitos.
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