La carta de lectores que Ñ no pudo (o no quiso) publicar
Nunca lo sabremos, tal vez... Sea porque mencioné (con sorna) a Tinelli, la gran estrella del canal de Clarín, o no critiqué lo suficiente al Gobierno, la buena gente de la revista Ñ ignoró una carta que envié comentando por qué nuestros púberes no leen los subtítulos de las películas. A lo mejor, simplemente llegó tarde. Por las dudas, y para que no se pierda, ahí va.
Totalmente de acuerdo con el cronista Jaime Porta Fouz (artículo “Los adolescentes las prefieren dobladas”, se sobreentiende las películas en lengua extrajera…): hay que resistir —otra vez—al avance del doblaje, sea el hispano-neutro, criollo, lunfardo o ibérico. No hago sino remitirme al gran Alsina Thevenet, quien, tempranamente (1945 apenas) se pronunciaba a favor de la unidad de estilo de cualquier obra de arte, lo cual incluye amén de la imagen, su voz original. “(Con) la supresión de los caracteres típicos (perderemos el tono de los campesinos del Oeste norteamericano, el slang de los compadritos de Brooklyn, la entonación de los lores ingleses) nos conformaremos con personajes generales, sin la menor intrusión de color ni de localismo” (Obras incompletas, I: 265). Claro que, advertía el ínclito crítico uruguayo, juntar firmas, hacer marchas o escribir solicitadas y manifiestos puede ser “noble, ingenuo e inútil” si los Grandes Estudios ya han decidido por nosotros (pág. 307).
Sin embargo, al texto de Porta Fouz le falta un ingrediente fundamental: no dice por qué nuestros adolescentes prefieren escuchar un film doblado en vez de leer subtítulos en el idioma original. La respuesta es cuanto menos inquietante, si no alarmante: porque no saben leer. O, siendo más benignos, no pueden leer con suficiente rapidez los fluidos letreros blancos o amarillos a pie de pantalla. En el DVD hogareño podrían detener cada segundo la acción, pero en las salas, se los llevan puestos.
Mi esposa es profesora de Prácticas del Lenguaje en una secundaria marplatense, estatal y de clase media, y los chicos de entre 13 y 16 —los que consigna la nota de Ñ— rehúsan leer cuando se los propone, y en caso de acceder, se revela la verdad: tropiezan, tartamudean, se trabucan, no entienden lo que leen por ausencia de vocabulario y sufren hasta lo indecible, para solaz de la burla de sus compañeritos, que tampoco saben leer pero no fueron elegidos para la, digámoslo, elemental tarea.
Lo usual es culpar a los docentes y a la institución educativa, sin advertir que la enseñanza de la lectura es responsabilidad de todos, incluyendo padres y, también a los adolescentes mismos. Pareciera que la lectura tiene un prestigio prestado, de generaciones anteriores, y que estos muchachitos y muchachitas que sólo juegan play, escuchan a los Huachiturros, miran en la tele a Tinelli y chatean por Facebook hasta las cuatro de la madrugada en sus habitaciones —¿qué escribirán y cómo?—se jactan de ser analfabetos funcionales, que lo son a pesar de haber aprendido, se supone, la lectioescritura en los primeros años del colegio primario. ¿Por qué pasaron de grado? Quizás por otras destrezas y habilidades que no se tasan leyendo. La escuela no puede hacerlo todo sola. Los chicos debieran ser inducidos a leer, y ellos leer por sí mismos, más y mejor, voluntariamente. Porque ante la crisis del concepto de autoridad, si se les instruye e imparte, seguirán sin hacerlo. Y encima les regalan el facilismo de películas dobladas.
Gabriel Cabrejas
gabcab2003@yahoo.com.ar
Mar del Plata
lunes, 19 de diciembre de 2011
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