martes, 15 de marzo de 2011

Cinencanto 2011

Souvenires del Festival Internacional
Con ustedes… los perdedores

Como suele sucedernos a los argentinos, llegamos cola de perro. El Festival Internacional de Cine sucede en noviembre, cuando las películas competentes del año han figurado en los otros Festivales Categoría A y los directores y productores prefieren esperar que sus largos, en proceso de posproducción, compitan en los certámenes que nos primerean –Berlinale en febrero, Cannes en mayo, Venecia en agosto, San Sebastián octubre. Mejor hubiera sido reprogramar el de Mar del Plata en su fecha original, marzo, al comenzar apenas el año. Lo siguiente es una reseña apurada de lo que llegamos a ver; por desdicha sólo uno, Aballay¸ fue premiado este tardío fin de ciclo.

Promesas del Este. Hace unos años el cine iraní era la niña bonita de la crítica y las exhibiciones, como ahora el rumano. Alternativas emergentes de culturas en estado de emergencia: respiraderos artificiales para sociedades nunca del todo libres ni prósperas. Abbas Kiarostami (El sabor de la cereza, 1997), Samira Makhmalbaf (La manzana, 1998; A las cinco de la tarde, 2003), Majid Majidi (Niños del cielo, 97) y Bahman Ghabadi (Las tortugas también vuelan, 2004) reflejaban identidad y denuncia, un cine social de ritmos quietos, niños protagónicos en la mejor tradición del neorrealismo, pobreza en la Persia de los ayatolas y el petróleo mediante los ojos de las víctimas más inocentes.
El cazador (Shekarchi), firmado por Rafi Pitts, parte de una premisa distinta. Primero, le pone el cuerpo a las balas casi en un sentido literal. Escribe, dirige y actúa, y bordea peligrosamente la metáfora política. Deporte extremo si los hay: Ghabadi sufrió la cárcel por oponerse al presidente Mahmud Ahmadinejad y su colega Jafar Panahi ni siquiera pudo viajar a Berlín. El propio Pitts, nacido en 1967, se exilió junto a su familia al advenir Khomeini, y la secuencia titular rescata a sus terribles motoqueros, los Pasdarán o primera Guardia Islámica no muy distinta a nuestros recordados Grupos de Tareas. El cazador, enmarcado bajo esos auspicios tortuosos, debe leerse como un testamento generacional, el silencioso estallido de los hombres de la mediana edad de Teherángeles incubados en la acémila negra de la violencia, retornante porque nunca pasó, y cuyo hito reciente y sangriento Pitts autor ubica, claro, en las marchas contra la amañada y leonina reelección de Ahmadinejad en 2009, que los Basij, hijos de los pasdarán, ahogaron en una represión callejera también filmada en directo.
A diferencia de sus compañeros cineastas, Pitts escapa del barrio, de la aldea montañosa y miserable, incluso de las abluciones y el chador. Teherán es una megalópolis industrial y alienada en regla, de noche y otoño permanentes, circundada por marañas de autopistas ruidosas, una automotriz activísima y el lejano, casi perdido murmullo de una mezquita almenando el horizonte. Alí-Pitts, y su mueca dura, inconmovida, sale de prisión y sólo consigue un trabajo de vigilancia nocturna, dado que no confían en él para asignarle horario matinal, así que ve poco a su familia y su único placer consiste en ir a cazar al bosque suburbano, los francos. El disparo de su rifle parece un cañonazo y no vemos a qué le acierta; un buen día la policía le avisa, sin que su gesto se transforme, que su esposa cayó muerta durante un típico confuso episodio, en términos concretos, por un proyectil en las manifestaciones contra el escándalo reelectoral. Su hijita está desaparecida y la busca foto en mano hasta que también debe concurrir a reconocerla en la morgue. El convicto Alí sabe que un destino no precisamente divino lo acaba de arrojar otra vez al margen y la soledad, aunque mucho se haya esforzado en reintegrarse donde nadie lo quiere. Tiene el rifle, la mira telescópica y habrá de usarlos, y a su modo, equiparará los tantos o morirá en el intento, al fin y al cabo nunca estuvo del todo vivo.
Si la cinematografía iraní revelaba una libertad inusual en el mundo mahometano, retratando las consecuencias de la guerra frente a Irak, el anacronismo de una educación inquisitorial o el pésimo reparto de la renta mientras sube el precio del crudo, el alegato de Pitts pone por primera vez las armas y la actualidad política en primer plano. El policía corrupto y brutal de la segunda mitad, su ayudante el recluta que “no debería estar aquí”, la cacería del prófugo Alí entre los árboles que lo atrapa pero instala a los tres en una caminata circular, a cada rato en el punto de partida --¿la historia nacional?—y el ex presidiario vistiéndose de uniforme aún a sabiendas de que puede matarlo… otro policía, mapea un role playing absurdo. Todos juegan al otro y ninguno es tal, el laberinto carece de centro y mucho más de salida, termina mal lo que empezó peor o, acaso, no termina lo que no llegó a empezar. “Hoy, la gran pregunta en Irán –comenta el director en la reseña—es si la Revolución nos fue robada”.
Tan inesperada como El cazador, la serbia Beli, beli svet (o Blanco, blanco mundo) puede calificarse de tragedia griega tout court. Oleg Norkovic director y Milena Markovic, guionista y poeta profesional, buscan un pueblo minero, Bor, que bien podría ser Tebas. Allí mismo habían realizado un cortometraje, Una ópera de mineros (2005), y ahora, con el socavón de fondo y el magma del metal fundido, le inyectan una ficción feroz y al mismo tiempo, en la línea de la mejor tradición dramática. Incluso, al personaje principal lo apodan King, pero sin trono. Dueño de un bar, jactancioso de no amar a nadie, no será el fatum metafísico el que lo volteará de su autosuficiencia sino los propios azares de un pasado impostergable. Y allí reaparece en su vida una presa (Hana Slimovic), nada menos que su cuñada, quien cumplió sentencia tras haber matado al marido y hermano de King, boxeador y golpeador. King (Uliks Fehmiu) tuvo su affaire con ella; en el medio, una sensual y conflictuada sobrina (Jasna Djuricic) que se enamora de él sólo para sufrir su desprecio, y la caravana necesaria de un nuevo marido malquerido, el viejo sabio, otro hermano de King ebrio y melancólico, el novio de la chica que culmina en suicidio y sí, King pronto a quedar ciego “como una pija”, clara referencia a Edipo. Lo interesante de Blanco, blanco reside en su proporcionada mezcla de naturalismo y distanciamiento brechtiano, cuando decide introducir las canciones, por boca de los mismos actores, y el coro final, masivo, de mineros. Ópera de dos centavos, puede desorientar al desprevenido –y al que detesta el musical genérico—pero su deriva rupturista, original, gana la apuesta.

Logros del Sur. Revolución, el cruce de los Andes de Leandro Ipiña, inaugura un modelo de telefilm, el Film-Encuentro, dado el canal de cable financista y su propósito de difusión prácticamente escolar. Ipiña dirigió ya un mediometraje, La batalla de San Lorenzo (2009), suerte de docudrama de bajo costo, reconstrucción histórica y bagaje informativo, onda History Channel. En este perfil transita lo válido y lo defectuoso de Revolución: pedir más significa peras al olmo. Ipiña no se planteó en ningún momento un clásico ni le impusieron un presupuesto para imitar a Stanley Kubrick. El plan, un producto pedagógico-fictivo que desacartona a San Martín sin derretirle del todo el bronce, ni recae en el yeso de procesión del solemne Torre Nilsson y su tan vista El santo de la espada (1970).
La versión ipiñesca no ofendería a los capitostes del Instituto Sanmartiniano, pese a un par de puteadas del Prócer que encarna Rodrigo de la Serna. Bueno, el combate de Chacabuco fue concebido con algún montaje digital y extras tomados casi encima, cuestión de simular su menguada tarifa –después de todo la paga un medio estatal. Jorge Coscia, actual secretario de cultura, intentó años ha su propia humanización de San Martín, El general y la fiebre (1992); tratándose de un objeto privado, la deliberada (inevitable) parquedad de recursos en la escenificación de la Historia quedaba patética. En aquel evento, Rubén Stella hacía un héroe convincente a pesar de las deficiencias y en ésta De la Serna es un General bastante verosímil, fuera del embalaje gigantista del Alfredo Alcón de Nilsson.
Sin otros actores conocidos, el texto prefiere variar el punto de vista y es un viejo ex soldado, en 1880, el que rememora a un periodista, con motivo de la Repatriación de los Restos, su vida como secretario epistolar de San Martín en el frente cordillerano. No figura Cancha Rayada ni la mirada del enemigo godo delante del catalejo, apenas vislumbramos el frío intenso, sí un cura patriota y nada de Damas Mendocinas, al soslayo Remedios de Escalada y bastante de las calenturas del Libertador luchando contra el ambiguo apoyo del Directorio porteño. La misma frugalidad de concepción ayuda al realismo de los elementos: en todo tiempo el Gran Capitán es un solitario luchador, anónimo dentro de lo inhóspito de la geografía, acompañado de una improvisada tropa de esclavos negros, gauchos e indios, tal cual sucedió según predican los historiadores –el mayor hallazgo hasta la fecha en materia de películas sobre la Guerra de Independencia. Un sabor a pueblo que no se olfateaba desde La guerra gaucha, pero ahora audaz ya que se resitúa en el mismo campo del honor que nos contaron en la Primaria. Una excelente presentación del imberbe aspirante a granadero sintetiza completamente el contexto de origen: el padre burgués lo repudia al enterarse de su aventurerismo. “No le bastó con quitarnos los criados y parte de la tierra, sino también nos saca a nuestro hijo”, el cual, siendo rico, no debiera enrolarse en la gesta libertadora, en cuanto tal reservada a la sustituíble carne de cañón. Ipiña, director joven, no influído por “el Kapelusz ilustrado” –palabras suyas—no le ahorra a su San Martín pequeñas histerias, la depresión cuando alcanza un desolado paraje chileno y su ejército parece brillar por su ausencia. Revolución nunca será un film de culto y enseguida lo coparán los profes del secundario, pero cumple su función –precisamente ésa. Los organizadores del Festival tuvieron la cordura de presentarlo fuera de concurso en la sección Panorama, y el primer domingo se exhibió gratis en el populoso Auditorium.
Aballay, el hombre sin miedo, ganador del Premio del Público, tiene un horizonte más vasto. Ahora se reúnen dos escuelas, que esperaron director para entrelazarse: el western (el yanqui y su secuela spaghetti) y el drama socio-mitológico gauchesco. Fernando Spiner tardó veinte años en encontrar una fórmula integral, calidad de relato y calidez para el espectador cuantitativo, que tanto rehúsa el cine vernáculo, harto de cinema d´auteur solipsista, sin argumento ni final. Spiner, convengamos, ya se sentía raro en nuestro ambiente. La sonámbula (1998) osaba la sci-fi criolla, casi sin antecedentes nacionales; Adiós querida luna (2004). Sólo el documental Angelelli, la palabra viva (2006, junto a Víctor Laplace) quedaba en el promedio de las investigaciones sobre temas del Proceso.
La sustentación de Aballay es un cuento de Antonio Di Benedetto, uno de nuestros grandes no reconocidos. En los desiertos del NOA, en una época indeterminada, pero de a caballo aún, la banda de forajidos que lidera el matón del título degüella a un correo bancario, no sin antes balear a la partida entera de policías. Aballay (el proteico Pablo Cedrón) no sabe que el hijo de su víctima espió el crimen, y al descubrirlo, lo asalta una culpa tan desgarrante que abandona el delito. La película, curiosamente, parece empezar donde cerró Revolución. Padre e hijo, en la diligencia de reverberaciones fordianas, cantan con aspavientos, a pura risa, la Marcha de San Lorenzo, y los delincuentes no son sino los jinetes mestizos outlaw que dejó sin lugar ni ochavos la Organización Nacional, lejos ya de la campaña emancipatoria y las pugnas civiles. La zona, las resecas faldas de las Sierras Pampeanas, libradas a su escasez y en manos del caciquismo. La fábula pega un salto de una década y el jovenzuelo al que Aballay no mató (Nazareno Casero, en su segundo trabajo de elenco después de La mansión Seré) viene de Buenos Aires buscando changa, aunque en realidad sueña la venganza. Allí se entera que el lugarteniente más cruel y resentido de Aballay, El Muerto (Claudio Rissi) detenta poder absoluto en el caserío, y tendrá que vérselas con cada esbirro hasta llegar, o no, al matador del padre, que insólitamente se ha redimido y se convirtió en El Santito, un anacoreta milagrero oculto en las montañas.
De aquí en más, el film se disfruta al confluir en él una muy feliz combinación de mitos, incluyendo los del cine. La música de Gustavo Pomeranec emula ex profeso los ritornelos del spaguetti –escúchese a Ennio Morricone, a Luis Bacalov—maridado al folclore norteño sinfónico; la escenografía paisajística recuerda las estribaciones del western arquetípico pero los caballos piafan en un suelo de talco que los afantasma; los lomos azules de las sierras, inconfundibles, guardan los duelos previstos al costado de los débiles cursos de agua. Aballay entronca en otra filiación popular, como la de los sanadores robinhoodianos fuera de la ley, cóctel de Gauchito Gil y Bairoletto, y la tortura sobre el señorito de ciudad emparienta las sagas de Esteban Echeverría, La refalosa o El matadero, igual que la cautiva (la alucinante morocha Moro Anghileri). Claudio Rissi construye un malísimo tan detestable que se aguarda entusiasmado su ajusticiamiento. El personaje de Cedrón, a su turno, pertenece a los estilitas de Oriente, aquellos monjes que, a fin de lavarse del pecado, no descienden en vida del capitel de las columnas. El sermón del sacerdote (fugaz y exacto Gabriel Goity) convence a Aballay de una purgación igual, pero sobre el pingo. Cuando baje renunciará al juramento por una justa causa que no evitará lacrar su destino.
Soberbia, tan cubierta de guiños como de acción, retoma al Leonardo Favio de Nazareno Cruz (1975), menos mayestático e imaginario: una deuda saldada en torno a un cine nac & pop que sonaba ya inabordable o superado. Ojalá pueda aplicar la última puntada, el aplauso numérico para su estreno comercial en 2011, difícil en las Pampas –pero no imposible.
Lo restante, preguntas de respuesta pendiente. ¿Veremos a las ganadoras o sucederá lo de casi siempre, que no desembarcan en la ciudad que las ha premiado? Bastante tenemos con que el Filmfest siga aquí firme. No obstante su buena receptividad, cada año pensamos que será el último.

Gabriel Cabrejas

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