Harwood+Mónaco+Benítez+Alías…
Sueños cumplidos
Cualquier actor que haya visto El vestidor –sobretodo la película de 1983 más alguna puesta teatral porteña1—sueña interpretarla. Porque el sueño de un actor dramático no es hacer un Shakespeare como cumbre del histrionismo, la educación o la experiencia, sino hacer del actor que interpreta a Shakespeare, con toda la nerviosidad escénica, las dudas sobre si está capacitado, el cansancio, el interrogante acerca del público adecuado, los personajes más famosos del universo en manos de los que lo antecedieron. El monólogo de Hamlet tiene tantas versiones y diversiones que hasta Gabriela Toscano se atrevió a una versión travestida, sin demerecer la regocijada y ya clásica óptica de Blanca Caraccia entre nosotros y su memorable Shakespirado. Hoy por hoy, resultará más seductora una parodia alternativa a los complejos enunciados del Cisne de Avón que un fidelísimo acercamiento a argumentos harto conocidos que apenas dejan resquicio al asombro.
Pues bien: Pedro Benítez, con dos décadas y monedas arriba del tablaje, se jugó a fondo. Lo primero para aplaudir, su decisión de alquilar los derechos de una joya contemporánea, The dresser de Ronald Harwood, prohibitiva casi en virtud de las finanzas que cuenta un grupo independiente; lo segundo, reunir en torno suyo a un dream team de personalidades vernáculas y, simplemente, tirar la pelota en medio de la cancha: jueguen, damas y caballeros, este partido les sale solo. Decir que se trata de un hito histórico parece una hipérbole; el tiempo dirá si me equivoco.
¿Quién podía meterse en la carne de Su Excelencia, ese polichinela estragado, perdedor invicto, que sabe perfectamente que cada noche puede ser la última? Convengamos: grandes veteranos de nuestros teatristas no hubiesen desentonado un ápice. Pero Pedro, según dije, puso pie en el acelerador, y prefirió a su propio maestro, Antonio Mónaco, el cual, con soberbia humildad, aceptó que lo condujera su propio alumno, por primera vez en su trayectoria marplatense.
Aún no se iluminó el escenario y ya retumban las bombas que Hitler precipita, incesantes, sobre los inermes londinenses. Montar King Lear es una quimera absurda, cuando las víctimas no están para sufrimientos de ficción, y no obstante, el mundo sabe que solamente el arte consuela de lo irreversible. La llegada del Actor se demora en los camarines: no lo sepultaron los escombros sino una oscura jornada de hospital, dada su vejez y su propia angustia insomne. Cuando al fin entra, tembloroso, desharrapado, lo único que importa a la compañía –como debe serlo, siempre—es su disponibilidad a tiempo para subir el telón. Pero al Actor lo asaltan a mano armada otros horrores. De pronto, se supo viejo, tosiente, asustadizo y, lo peor, desmemoriado, una tragedia mayor que la obra a punto de representar. Su incondicional vestidor, mezcla de ama de llaves, vestuarista, apuntador, asistente de maquillaje y confesor, estará ahí, terciando entre el divo tambaleante y sus adláteres, una corte indulgente y a la vez harta de su achaques, su ciclotimia, y definitivamente, de sus caprichos. Fuera, la destrucción se enseñorea con la población de Londres, o sea, el público. Adentro de las bambalinas, se cierne la derrota, la decadencia, el balance de tantas giras de mala muerte, un elenco de mediocres, la melancólica y lúgubre belleza de una tradición secular a punto de sucumbir.
El vestidor es el backstage, y también el making: cómo se arroja una obra a la vista del espectador develándole a éste los vaivenes de una vida capaz de llenar, por sí sola, la trama de otra obra. Monumental como nunca --¿será posible?—Mónaco cubre un texto espectacular a la medida de su desmesura. Benítez, voluntariamente o no, lo homenajea convirtiéndolo de nuevo en actor dos veces, como dirigido suyo y envuelto en las innúmeras capas de sí mismo. Parecen desfilar en los gestos, dosificados de manera tal que un estudiante de teatro debiera sentarse en primera fila y tomar apuntes, las criaturas que representó durante su carrera, el protagonista del Macbeth más magistral que recordemos. Teatro/metateatro, convivio y enseñanza. Somos el público del improbable Rey Lear y conjuntamente el de El vestidor, y lo que vemos, lo mejor de la historia de nuestro teatro libre.
Aclaración necesaria, a Mónaco hay que acompañarlo. Formador de actores, sus formados demuestran cuánto saben de eso. Eduardo Lalo Alías compone el personaje de su vida. Ese Norman amanerado, a ratos cínico, solícito hasta la autohumillación y rencoroso furtivo. El que persevera en el drama algun día encontrará la horma de su zapato y, luego de tanta espera y mocasines de todo tamaño, al fin el calzado exacto para un profesional impresionante. A Silvia Urquía le basta una escena para el patetismo tenso que se le iba adivinando. No menor el tete-a-tete de Madge-Gabriela Benedetti con y contra Su Excelencia: es la revelación de El vestidor y otra prueba del olfato de Benítez a la hora de elegir acompañantes.
Mientras, los escalones estéticos campean imbricados a la concepción integral. Como se trata de exponerlos en primer plano, obra dentro de la obra, no podían ser inferiores a sus usuarios. El diseño escenográfico de Mariano y Jesús Sasso, el maquillaje de Claudia Demarín y la vestimenta a cargo de Mònica Arrech–sutil, necesariamente entre sustuosa y ajada—complementan el big picture. Incluso la música original de Diego Girón, cuando subraya, entra y sale en el instante perfecto. La secuencia de los dispositivos destinados a simular la tempestad, con su aura de gag mudo-ruidoso, es un paradigma de dinamismo compositivo a toda máquina.
Se me acaban los adjetivos. Si todavía quedan botarates que descreen del teatro marplatense, vénganse en masa. Sin duda seguirán fluyendo en abundancia epifanías en esta iglesia. Porque antes de verla sabíamos quién era Monaco y ahora sabemos quiénes son sus sucesores.
Gabriel Cabrejas
viernes, 11 de marzo de 2011
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario