Las muñecas rotas de Patricia Suárez
Los buenos pegamentos de Mauro Molina
Molina como director nunca decepciona. Esa que no eres le extraía la almendra a la poesía-vida de Alejandra Pizarnik; Boceto para teatro I adivinaba la desesperanza existencial de un Beckett modélico y El rey se muere sabía reírse malhumorado junto a Ionesco. Sabio en adiestrar parejas interpretativas, su mano conduce por igual a binomios masculinos/femeninos, pero sabe elegir a su team que–cuidado—nunca le fallan.
Pero esta reseña debe empezar desde afuera: a Mauro le trajeron el texto las actrices, que le contagiaron su convicción a sabiendas de que contaba excelente materia prima humana y la potencialidad dramática del conflicto. El problema reside en Patricia Suárez, inflada novelista ganadora de un premio Clarín y a partir de allí entusiasmada con plasmar argumentos para teatro, menos preparada de lo que cree en cuanto al vigor implícito de sus propuestas. En Teatro x la identidad 2008 tuvimos ocasión de apreciarles La casamentera, La Varsovia y El desván, en los pies de un elenco rosario multitudinario que luchaba a cuerpo partido sobre un texto demasiado largo y reiterativo: la inmigración, las prostitutas, el cafishio y los políticos corruptos gozaron de mejor suerte en el tablaje nativo y Suárez luce avejentada, obvia. Temas tan trajinados merecen, en cambio, un director responsable que sepa extraer jugo a un cítrico a punto de secarse.
Afortunadamente ése es Molina y, claro, se entiende la razón que inspiró a las actrices. Todo el texto espectacular de Muñecas rotas, cuya plataforma original es El desván, reposa en sus cuerpos, sin otro aditamento que el baby doll de Tabita (Celeste Gerez) y el vestidito de bailarina de Margot (María Viau). Ellas, convengamos, son buenísimas. La santiagueña mal aporteñada de Gerez, composición verbal además de física, la dulzura ambigua de Viau, se lucen por todo lo ancho, a despecho del verosímil –se dedican nada más que a espiar a una tercera que no vemos. Cada cual se reservó el monólogo elocuente en el cual transpira naturalmente el testimonio del subdesarrollo sexual histórico: orfandad, maltrato, violencia masculina. Se justiprecian los kilates de Molina, que salva honrosamente la previsibilidad de un guión poco agraciado. La lluvia de flores artificiales y la de tacos altos tracciona el tenor simbólico de la puesta, vacía de otros dispositivos, y rompe el discurso hipnótico de las chicas. También en esto avanza MM, cuando en otras ficciones, con excepción de Boceto, adornaba la escena, ahora sucinta en el empleo de la cámara negra.
Molina ratifica su certificado de aptitud como férreo adaptador y timonel de actores, en una obra sin duda menor pero que deja el saldo positivo que le conocemos.
Gabriel Cabrejas
jueves, 3 de marzo de 2011
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