Dos (pen)últimas versiones del Che
Un dios cotidiano
Steven Soderbergh en 2008 (Che, guerrilla) y nuestro Tristán Bauer hoy (Che, un hombre nuevo), biopic y documental, complementarias y mutuamente excluyentes, terminan de perfilar al hombre más grande del siglo veinte. El eterno retorno del mito tal vez nunca se detenga; del siempre Hollywood al ahora argento, las infinitas máscaras del coterráneo latinoamericano y universal lo humanizan pero dejan picando la certidumbre de lo que ya sabíamos, alguien excepcional que escapa tozudamente a cualquier comparación e, incluso, a toda comprensión.
Escucha a tu remera hablar. Difícil catalogar al canadiense Soderbergh, sistémico y personal a dos puntas, como cuadra a un filmmaker de la Fábrica de Sueños: correcto en Erin Brockovich (2000), humorista orfebre en las tres Ocean´s (2001, 2004, 2007), a caballo de la ficción y el periodismo en Traffic (2000). Sobretodo en la última, se siente a alguien incómodo dentro de las estructuras convencionales de ficción, un buscador de docudramas próximo al reality, cámara en mano, espía del encuadre, montajista fragmentario que fragua unidad en la diversidad de tramas superpuestas, saltador de pértiga en el manejo de los tiempos cronológicos. La primera parte del inmenso mural dedicado a Ernesto Guevara (Revolución, 2008) parecía capturada por un camarógrafo embeded, como llamaron a los paparazzi y periodistas adjuntos a las operaciones de USA en Irak, un cazafantasmas entrometido, con permiso, que registra incidentes y los vuelca a la narrativa live, entre la improvisación y lo planificado. La riqueza de imágenes-acontecimientos de Revolución la hacían llevadera porque esta primera etapa en la vida del Che venía ya pletórica de facetas. Hombre de armas y de acción, al médico rosarino se lo veía entablando amistad con Fidel, trepado al lomo de la Sierra Maestra y creciendo de la minúscula molécula de milicianos al torrente de guajiros que se suman a la aventura y copan, lenta y gradualmente, el territorio cubano. Más personajes y situaciones, la asunción de un liderazgo cruel y magnánimo a un tiempo, el aliento de épica popular y las escenas de batalla en el monte densificaban el conjunto, aunque moderado por una intangible neutralidad en la mirada directora, que cuando se acercaba volvía a poner distancia, sin llegar nunca a averiguar qué ocurría en la sensibilidad y la decisión del héroe. No se nos olvide: Benicio del Toro soñó el Oscar, amén de fascinarle el modelo –a todo actor del mundo le encantaría personificarlo—mientras a los norteamericanos el Che no les termina de cerrar si bien cayó el Muro hace rato y ninguna utopía socialista los desvele. Para muchos es un terrorista irredento, y se sabe que a ellos los encandila el patriota, uniformado o no, mitad individualista y mitad rebelde fuera de los códigos y, sin escrúpulo, muchas veces de la ética.
La mayor virtud y también defecto de Guerrilla es que no se puede permanecer indiferente ante Guevara, al menos visto desde la perspectiva del Río Grande al sur, la cual, claro, arriba de ese límite geográfico podría calificarse de imposibilidad cultural. Así como los europeos, prestos a reconstruir hechos de la Conquista de América no se desprenden de la lectura colonialista –1492 de Ridley Scott, Eldorado, de Saura (1988), valgan de ejemplos—Soderbergh esquiva concienzudamente la apología y el sentido último de la gesta de liberación trunca. Está okey: nada de subrayados ideológicos comprometidos, reacios al gusto medio del espectador yanqui y del todo incomprensibles, pero a cambio la multiplicidad de un personaje complejo se sustrae al big picture, contrae cuanto mucho el planteo al Malo-Barrientos (aquí, Joaquim de Almeida) y al Bueno-Che, bordea la participación de la CIA y sugiere que los malvados de la película-Historia son los asesores del déspota boliviano. Incluso figura fugazmente un americano (Matt Damon en rápido cameo) que explica, en defensa de los campesinos, que la intromisión de los cubanos en el altiplano sólo les arruina la vida. Soderbergh no miente, sin embargo, cuidadoso de las repercusiones. Los guerrilleros le quitan víveres a un bohío sin moradores y depositan dinero, el Che atiende niños enfermos, Debray prisionero muestra signos de tortura. Se extraña el vacío, el interregno entre la llegada triunfante a La Habana y el desembarco clandestino en Bolivia, algo engarza de su trabajo como canciller en la ONU en Revolución pero entonces se ignoran otras actividades, episodios privados, las reflexiones que obsesivamente hizo constar en decenas de libretas y apuntes y son de dominio público. Personalidad viajera y ubícua, jugador de todo el campo, representante de Cuba delante y detrás de las líneas enemigas, los dos filmes concatenados costaron millones y no hay rastro del Che sino en la isla caribeña (poco) y las montañas cordilleranas. Tanto vigor combativo e intelectual no debió soslayarse, por mucho que interesara subsumir al guerrillero a las escenas de lucha, las únicas complacientes a un receptor que ve selva y enseguida imagina a Rambo.
Dichas las carencias, es hora de destacar los logros, y consisten precisamente en las deliberadas carencias. Aclaremos que Che era en origen un único megafilm de cuatro horas aquí proyectado en forma fracturada y con seis meses de diferencia de exhibición entre ambas partes. El juicio, así, diverge: una cosa es contemplar el producto completo y otra tener que rearmarlo. La antoimposición de austeridad gana en verosimilitud. Guiado por los Diarios del Che en Bolivia, la película se trata de una ilustración de ellos, como el documental del suizo Richard Dindo (1994) actuaba a la inversa, su lección en voz alta sin la reconstruir su presencia. De manera tal que en Guerrilla entramos junto al Che y su magro séquito, gradualmente, al corazón de sus tinieblas de intruso en comarca desconocida, y casi sentimos el hambre, el asma, la extenuación y la emboscada final, y vemos la defección del PC boliviano, la desconfianza mayúscula de los aymará, las razzias del ejército, los intentos vanos de reeducar a los sumisos pobladores en la dialéctica de su situación. Soderbergh acierta dentro de sus limitaciones, elimina el ícono fácil, nunca aparece Benicio-Che muerto y transfigurado en el ecce homo de las fotos inmortales, en la lavandería de La Higuera; desafiando a lo esperado, filma, subjetivo, el momento del balazo desde el cuerpo del Che en cuclillas hasta dejar de respirar.
Eso sí, el espíritu del protagonista, volcado a pulso en sus cuadernos de notas, aguarda, angustiosamente mudo, a nuestra sed de espectadores.
El viaje definitivo. Dos años más tarde, Tristán Bauer y su coguionista Carolina Scaglione pergeñan Un hombre nuevo como un testamento. El director de Después de la tormenta (1991) e Iluminados por el fuego (2005) anduvo doce años recopilando, indagando, mientras otros cineastas adobaban sus propias versiones del Che. Gracias a Bauer nos enteramos de la verdadera grandeza de un sujeto incomparable, que en cuarenta años dijo, hizo y escribió lo que insumiría a uno normal varias vidas promedio. Un argentino no muy distinto a nuestros discutidos próceres, aunque a él le disgustara el parangón: minuciosos redactores, insomnes, capaces de derramar libros en medio del fragor del combate.
El comienzo parece un homenaje a Coppola. La voz de Ernesto, que se despide de su esposa Aleida March con un recitado, hallazgo en cinta magnetofónica, de Los heraldos negros de Vallejo, y, detrás, los fantásticos estallidos, las bombas de fósforo, el napalm, de Vietnam a Bagdad. Ninguna imagen sintetiza mejor el sentido de una lucha, ¿o acaso el futuro no es un arma cargada de poesía?... La andanza de Bauer comienza al nacer él mismo “en el 59, año de la Revolución Cubana, y siento que el Che acompañó mi vida casi desde siempre”. Un solo corto interno tienden en común Guerrilla y Che, un hombre nuevo: el instante en que Fidel lee ante una plaza ahíta la carta de su camarada anunciando su retiro a otros frentes. Lo siguiente, y antes, la biografía prácticamente definitiva. Se recurre al archivo familiar y el super 8 de la época reconoce al chiquilín que se recupera de la disnea en Alta Gracia, el álbum colectivo lo enmarca sonriente como rugbier de burguesa cuna, los viajes le sirven a su hobby de fotógrafo, los rostros y paisajes permiten descubrir tras el objetivo la lenta maduración de su conciencia.
Bauer es el primer argentino que realiza un documental sobre el más grande argentino; Juan Carlos Desanzo había procurado su ficción antecesora, Hasta la victoria siempre (1997), despareja en resultados, con un elaborado libreto de José Pablo Feinmann –luego llevaría sus razonamientos al teatro, Preguntas con el Che, Arturo Bonín y Manuel Callau—y Alfredo Vasco, casi un clon del Che redivivo. Pero la estrella se convierte en constelación, más se profundiza en el personaje y más se entiende por qué ningun biopic le hace justicia. Por un error del ejército boliviano, el investigador se mete en las vitrinas secretas que guardan los apuntes del guerrillero. Otros testimonios lo llevan al metraje de su periplo en China y nos sorprende un Che andando en trencito hombro a hombro en fila india, al compás de un jardín de infantes. Repite sus alegatos en Naciones Unidas, en la Conferencia de Punta del Este, hachando caña a machete y sobre el lomo del tractor, las escasas notas gráficas al lado de sus cinco hijos, el casamiento en La Habana con el infaltable puro y supervisando tareas en el ímprobo ministerio de industria, su despacho conservado como una pieza de museo, los festejos populares en el ágora y el malecón, el fracaso de la lucha en el Congo, su rostro de muerto en la portada de Life que él mismo profetizara. No elide el contexto. Extractos de la televisión cubana transportan la defensa de Cochinos, los titulares de prensa aquí y allá, los atentados y bombardeos, detalles acerca de la Reforma Agraria, el bloqueo económico, la Crisis de los Misiles y el maquiavelismo soviético, las nacionalizaciones y la gente que arroja al vacío los carteles de neón de las empresas yanquis.
Bauer deslumbra, pues su objeto de estudio lo deslumbra. Al revés de Soderbergh, ajeno al material de todo punto, no pretende imparcialidad ni la pide del que escucha. Y es en la apertura a este Ernesto Guevara de la Serna íntimo y político, cubano por identificación y latinoamericano universal, que se le escapa de las manos cualquier neutralismo. Imposible no adherir, incluso en la nostalgia de un mundo cuya mutación se vislumbraba inminente, a ese dios cotidiano que, cuesta creerlo, naciera a unos kilómetros de Mar del Plata. Diarios de motocicleta (Walter Salles, 2004) ya inauguraba la intención de humanizarlo con buen tino, pero a veces se perdía en la postal turística y otras buscaba un auditorio de road movie social distante. Hoy hasta a la derecha le fascina el barbudo de la remera y sólo falta que su obra completa la publique en fascículos La Nación. “Un revolucionario debe tener corazón apasionado y mente fría”, refranea el Che. Soderbergh se atiene sólo a lo segundo.
Pendientes, algunas preguntas sin respuesta. ¿Cómo un hombre de inteligencia supina, que leyó como un enciclopedista y comentaba cada cosa que leía, atento a las trastiendas semioscuras de la política internacional, sabio al augurar la traición del Partido en Bolivia antes de pisar sus valles, fue a morir, casi a suicidarse, en el desfiladero más infranqueable de la Tierra? ¿Qué mapa errado –humano y natural—le indicó que la experiencia foquista podía calcarse sin más del Caribe a la Puna olvidada? Jorge Masetti, un admirador suyo, se había inmolado años ha, en una circunstancia espacial, y temporal, semejante.
La otra pregunta, aún más complicada. ¿Qué es un argentino, ahora y siempre, este ejemplar homínido desarraigado y altruísta, que puede morir por un país y una causa que jamás vivió en su barrio? Habrá que continuar, como el Che, pensando, escribiendo febril, filmando. En el arte estarán, quizás, si no las contestaciones, un modo de formular mejor las preguntas.
Gabriel Cabrejas
jueves, 24 de febrero de 2011
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