El Bululú, desde Vilches a Osqui
Uno para todos
Era, cuenta la leyenda, un cómico ambulante de la vieja España, un juglar y un loco, pero de esa sagrada locura bien castiza de soledad y palabras, casi un prófugo de la cultura y como tal, el único que la llevaba a través de los caminos, de pueblo en pueblo y hacia ninguna parte. Demasiado pobre para estar acompañado, este saltimbanqui heroico no tenía con quién repartir la calderilla que le arrojaban en las plazas polvorientas al término de cada función; sin más plan que seguir andando, se lo veía capaz del recitado y la parodia, el chascarrillo y los versos clásicos, su carromato cuajado de un vestuario hecho de harapos y costurones. Si no fuera por esos trashumantes de la legua, la misma cultura a la que pertenecen las medievales aldeas de la célebre Mancha jamás les habría llegado.
El milagro que logra Osqui Guzmán a través de su versión de El Bululú es doble. Rescata del olvido este acervo de soleada raigambre y recicla a la vez otro clásico: el que José María Vilches trajera con enorme éxito a estas playas atlánticas treinta años ha, y junto a él, repite la maravilla del actor múltiple, que llena el escenario solo, cambiante de personajes y situaciones.
Osqui integra el Teatro Nacional Cervantes. Conocido para nosotros gracias a su trabajo de reparto en Hermanos y detectives, la serie televisiva de Damián Szifrón, donde encarnaba a un policía sensible, es hijo de inmigrantes bolivianos y su relato inicial consiste en cómo halló los casetes del ya fallecido Vilches –él mismo un bululú andariego que murió, como correspondía a tal, precisamente dentro de una de sus infinitas giras—y cómo escuchándolo se convirtió el mismo en intérprete. Experiencia conflictiva si las hay, porque se enamoraba del Siglo de Oro mientras sus padres le recordaban el saqueo del oro de Potosí en manos de los mismos conquistadores de aquellos tiempos. Una máscara ritual, el diablo del Carnaval aymará, y unas estrofas hispánicas entonadas igual que un lamento del Altiplano, cierra el mestizaje originario. Lo demás, sus propios textos, los de Vilches, y la selección más representativa posible del itinerario de la poesía ibérica.
Mauricio Dayub acompaña a Guzmán en la dirección del espectáculo, su esposa Leticia González de Lellis en la compaginación y elaboración de algunos pasajes, y luego, la literatura, a saber: Elogio a la mujer fea (Lope de Vega), El Lindo Don Diego (Moreto y Cabaña), Romance de la luna, luna y Antoñito el Camborio (García Lorca), A una nariz (el soneto de Quevedo) y el entremés Los habladores (Cervantes), y sus propios productos: Pantomima de la cucaracha, Mal pero qué importa, el Caminante, el Club de los Patéticos. Un trapecista sin red y un pintor que usa todos los colores de su paleta, se traviste en voz, salta de un gesto a otro y de monólogo a autodiálogo –o sea, conversa consigo mismo dividido en dos, o tres, dialogantes. “El Bululú dice que los recuerdos son trapos viejos y que sólo una buena confección los vuelve memoria”, dice Osqui G en el programa de mano. Retomando su profesión de costurero, herencia paterna, su labor se simboliza en eso, saber enhebrar y tejer el pespunte de criaturas que unifican pasado y presente, el sin tiempo de la dramaturgia y el poema españoles y los condimentos nuevos de la generación joven. “Mezcla de mito, memoria, teatro festivo, identidad”, agrega, y ninguna síntesis puede sonar mejor.
Mosca blanca de la temporada teatral, este reencuentro con el arte y la palabra merece la ovación que Guzmán imagina al salir a saludar y, créanlo, llega espontáneamente1.
Gabriel Cabrejas
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