Potestad: Pavlovsky y Kogan
Plenos poderes
Potestad es el opus de Pavlovsky más reprisado, el texto dramático más representativo del pos-Proceso sobre el Proceso y una de las primeras voces que llegado el deshielo se atreve a los temas tabú, desaparición y apropiación. No se trata de la tan manida familia disfuncional que ocupa al teatro en los últimos años, sino lisa y llanamente de la destrucción de la familia argentina bajo las espuelas del Estado autoritario y la construcción de otra disfuncional por antonomasia: la de la adopción irregular, criminal, en manos de otros.
Monólogo argumental, de actor más que de personaje, no está articulado para el lucimiento de sketches, cada uno de los cuales con su máscara. Potestad requiere de un actor sólido, capaz de llenar el espacio físicamente, cambiar de ritmo, de voz, de actitud y de emociones. Ése es Hugo Kogan.
Nacido de la fragua infinita de Carlos Owens –aún hoy sus acólitos trabajan e incluso un discípulo suyo montó una sala independiente y centro cultural en Santa Clara, Jorge Ramírez Jar—Kogan lleva tres décadas de intérprete y productor. A él se le debe la hazaña marplatense del Festival Iberoamericano de Teatro y sus orgullosos seis ciclos consecutivos y, por citar una criatura suya, fue el Marx de La secreta obscenidad de cada día junto a Freud-Roberto Tripolio. Una hora escasa, tres sillas y una batea de sangre artificial le bastan; viste de blanco impoluto y pasa de padre feliz y luego atribulado a médico forense sádico y apropiador.
Eduardo Tato Pavlovsky no es dramaturgo fácil. La ironía negra de Galíndez ahora se trasvasa en tragedia sin peajes. Nos sacude la cómoda butaca en giros imprevistos, poco menos que brutales. La casi graciosa presentación de la normalidad doméstica, el dominio del hábitat del que hace gala el protagonista, se resquebraja, y de imitar a esposa e hija durante una tranquila tarde de convivencia, su discurso resbala hacia el plano inclinado del horror. Así fue, nos dice. La represión, la realidad, en fin, en algún momento cruzó el umbral, atomizó la intimidad, y una vez dentro ya no salió. Sin embargo, como estamos viendo a la sociedad en pequeño, no le alcanzan los maniqueísmos, y el actor se convierte en perchero donde cuelgan los antifaces de un país pusilánime. El padre le habla a alguien, le confiesa su desamparo, el aislamiento al que los demás lo condenan sospechado por transitividad de subversivo, o de esparcir el peligro, la ausencia de la hija arrancada de su lado, la locura de la madre. Y cuando el llanto podría inundarnos, guión y personaje se nos invierten. Kogan se empapa de sangre y en el dial del psicodrama político, se torna cavernoso, burlón, se desmarca y nos separa violentamente de la la identificación compasiva. Ahora es el doctor que pasea entre los cadáveres, certificando la defunción obvia. Y las sillas viven, el objeto yerto se transfigura en cuna, y el médico de delantal manchado de rojo, abraza al bebé que habrá de sustraer a sus legítimos padres y abuelos. ¿Qué hacer, como espectador, frente a tamaño espanto? Somos público y testigos; nuestro silencio, el del pasado que impávido conoció el trazo grueso, secretamente obsceno, de una Historia implacable.
“En teatro, Potestad es un desborde”, comenta Pavlovsky en un reportaje reciente. No tanto, depende de quien lo sepa desleir. Asesorado por otro owensiano, Roque Basualdo, HK lo contrae a su personal y justa medida, sólo que necesita de un grandioso, empezando por el propio Tato y muy pocos elegidos equiparables. La poderosa pregnancia de un especimen teatral de alta escuela podía atravesar esta agua, cuya sanguinolenta actualidad todavía nos estremece. La mueca, el gestus social, el transformismo ideológico, el cambio de registro, no son asignaturas que se aprueban sin estudio. Si había un actor para Potestad, era Hugo Kogan.
Gabriel Cabrejas
martes, 22 de marzo de 2011
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