Teatrantes, Noche en vela y Juan Lavalle
El humo y la magia de la Historia
De todos los personajes históricos, Juan Lavalle es el más teatral, y era hora de que se lo reconociera así, como dramatis persona. Condenado irreversiblemente por el revisionismo, reconocido por la Historia militar como héroe sin tacha en el campo del honor, nítido en la vida y misterioso en la muerte, es difícil ser imparcial con él. Teatrantes, en su segundo opus contextual después de La razón de las bestias, prefiere el costoso equilibrio, ése que los historiadores rehúyen, colocándose a un lado o a otro del espinel. Al artista cabal le tocan estas proporciones, porque no se trata de ser dorreguianos o lavallistas, federales o unitarios. De hecho, las últimas palabras casi no se mencionan. El general Juan Galo Lavalle y Cortés está solo, su última noche, instante crucial en el cual la única compañera atribulada es su conciencia. Obvio, el artista ingresa donde no puede la Historia.
La razón carnavalizaba los episodios, también sin tomar partido, pero los intérpretes se vestían delante de nosotros, interactuaban con la gente, no dejaban de mostrarse, deícticos, sabiendo que representaban. El equipo avanza un paso en su concepción estética y ahora escribe a tres manos –Leo Rizzi, Cecilia Martín, Mónica Arrech—y transfiere el trabajo escénico a otros. Siempre les basta una compañía de cámara (tres actores) y la mudanza de máscaras, de modo que cada cual adopta los diferentes rostros que asaltan a Lavalle, detalle deliberado: todos son en el fondo uno en la memoria atravesada del General emboscado. Claro, la Delfina-José Rondeau-Pancho Ramírez (La razón…) dirimen sus diferencias en un territorio que recién empieza a escindirse, y Noche en vela sucede veinte años más adelante, sobre el país diseñado por los ganadores –hasta que otra voltereta los vaya a desgarrar en la próxima década.
El humo de las velas y el hornillo impregna la sala. Trastos mínimos y espacio claustrofóbico, el estilo Viviana Ruiz, encargada de la dirección. El muro de lienzo, perfecta alegoría. Grietas, palidez, los semblantes dibujados en él de Rosas, Damasita Boedo, Dorrego, Del Carril, como si la cal los exudara. Dijimos que Teatrantes avanzaba. Por primera vez apela a la magia, y no es metáfora. Sumó la experiencia del mago Alan para insuflar más irrealidad a la pesadilla. Los actores desaparecen literalmente bajo una manta y al alzarse el trapo cambian de identidad, de la nada surge una llamarada, Dorrego flota en el aire antes de volar del escenario. El pasado irremediable, el presente crispado y el futuro infernal se conjugan sin costuras y sin aliento, mientras Lavalle no duerme y lo acribilla la culpa y el delirio. Ficción pura enredada de verosímiles. Nadie testimonió ese final y los dramaturgos deciden no elegirlo. ¿Hemos de creer en la bala que se coló a través del ojo de la cerradura y le cercenó la garganta? ¿Fue Damasita, falsa enamorada, que así se infiltró entre sus filas para vengar a su hermano, cuyo verdugo habría sido el General? ¿Se suicidó Lavalle, atormentado y sapiente de que lo traicionaron sus mismos instigadores? Poco importa. El debate no les pertenece, y sí la dramaticidad interior del individuo en su propia tragedia cuando dialoga con sus sombras.
“Las armas se cargan de tinta”, trasciende Del Carril, de paisano. En la misma carta que seduce a Lavalle de matar a Dorrego sin juicio sugiere que el texto sea destruído; el General, en un rapto de lucidez, la guarda. El encuentro con Rosas condensa el cinismo de los ganadores y el realismo de quienes combaten. “Veo hambruna”, asiente Lavalle. “Yo veo gente trabajando, hacendados, riqueza”, retruca el Restaurador, triunfante. Junto a Dorrego se ríe, como si hubieran vuelto a la juventud compartida, previa a la guerra civil que iría a separar, inconciliable, a gente prácticamente vecina. Una carta repetitiva queda esparcida en el suelo, igual que la atomizada nación en plena contienda de intereses y ambiciones.
Pedro Benítez encarna un General ciclotímico, espasmódico de conducta, según el interlocutor, la ira, la resignación o la impotencia. Distintivo en cada protagónico, le toca al fin un trágico completo de elenco –Gurka, recordemos, era el trágico unipersonal-- y lo empuña con la probidad acostumbrada. Marcos Moyano da otra lección de versatilidad, desde el burlón Del Carril al pragmático Rosas y el melancólico Dorrego, que bien puede surgir del Purgatorio o de la simple memoria. Daniela Silva (la Llorona; la legítima de Lavalle, Dolores; Damasita) cierra el triángulo con exactas y breves intervenciones.
Párrafo aparte merece la escenografía de Leticia Pereyra, fija a la austeridad del tema pero también a la estética del Séptimo Fuego. La vestuarista Arrech ya es un referente central en la especialidad para cualquier emprendimiento del teatro independiente. Federico Moyano estira una vidala pensativa, como musicalizador, intersticial al largo lamento del perdedor en su fuga de perseguido.
Noche en vela, obra ganadora además del concurso El Teatro y la Historia, aporta en los dos sentidos: reconstruye imaginando, re-presenta los hechos en un ejercicio de probabilística, relata sin juzgar. Ojalá Teatrantes continúe este camino silencioso y espectacular.
Gabriel Cabrejas
sábado 27 de agosto 22 hs. Séptimo Fuego.
martes, 23 de agosto de 2011
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