jueves, 8 de marzo de 2012

Balance teatral de un renegado 2012

Simón, de Isaac Chocrón, en El Séptimo
La más grande Historia jamás contada

Algunas fuera de cartel ya, otras en vigencia y un tercer grupo para reprisarse en el invierno: lo siguiente, o mejor, los siguientes, son artículos de crítica sobre el teatro que pasó en verano, por supuesto, escritos renegadamente

Los marplatenses no conocíamos hasta hoy al venezolano Isaac Chocrón (1930-2011), uno de los dramaturgos latinoamericanos más notables del siglo XX, sin embargo un ignoto en las playas lejanas al trópico. De familia originaria de Marruecos, sefardita y gay (“toda mi vida he pertenecido a las minorías”, sentenció alguna vez de sí mismo), se sabe de él que estudió en un colegio de monjas (¡!) alternando con estudios judaicos, para continuar en un instituto militar norteamericano y protestante, y luego cursó en Syracuse, New York y París, antes de reincorporarse a Venezuela, donde creó junto a otros teatristas —José Ignacio Cabrujas, famoso autor de culebrones, y Román Chalbaud—el influyente Nuevo Grupo (1967-88) y se dedicó, desde entonces, a la escena.
Nombradas estas singularidades, no es de extrañar que en Simón ofreciera una versión minoritaria de la Historia: la de un breve encuentro del jovencícismo Simón Bolívar y su viejo maestro exiliado, Simón Rodríguez, en París, entre 1803 y 1805, cuando el segundo ya era un melancólico have been de una emancipación colonial impenitente y el segundo, aún, uno de los tantos muchachos rentistas de Nueva Granada paseando su élan romántico por la Ciudad Luz.
Jean-Jacques, lo despierta Bolívar a su maestro, y éste, enseguida, llama a su discípulo Emile. Dicho de otro modo, el fan de Rousseau y su modelo vivo, el Emilio, o los ideales de la educación ilustrada. El planteo, según se ve, dista mucho del panegírico heroico y prefiere la evocación emotiva. O, en todo caso, algo que podríamos llamar bildungspiel, la obra sobre la formación de un hombre, y aquí de la transformación, o cómo un criollo aristocrático muta en el lapso de un bienio hasta verse, en su propia piel, como el líder de una revolución independentista. Simón sintetiza el momento, del cual no hay testigos pero el teatro nos convierte en ellos, en que se unen conciencia y destino.
Poco de eso promete el petit-maitre que se presenta al principio de obra ante los ojos cansados de su viejo ídolo. Peor estará en la segunda escena, recluído y postrado en su cama (lujosa) y plañendo su viudez; apenas lleva 21 años en la vida y, como buen hijo de Werther y del mal del siglo, que el mismísimo Rodríguez le achaca, piensa únicamente en su muerte, pues su amada María Teresa falleció y no tiene, ni busca, consuelo. Nadie mejor que el otro Simón, experto en desilusiones, casi un profesional, para desairarlo y encauzarlo. A sabiendas de que realmente es él quien está más cerca de morir, con precio a su cabeza en la patria y víctima del desdén en Europa por soñar demasiado, Rodríguez cumplirá su prédica por interpósita persona. Azuzará al pupilo, providencialmente huésped de Francia, a regresar de otra manera, a sable desenvainado y tambor batiente, el dolor íntimo bajo la cicatriz y los ideales puestos.
Chocrón y su director argentino, Marcelo Mangone, no olvidan el contexto histórico alrededor de la fábula ficticia —y posible aunque no probable. Dos músicos visibles en diagonal al escenario, Juan Manuel Costa (violoncello) y Sergio Milman(piano) hacen sonar los acordes de la cultura imperial, comentario sonoro y acompañamiento. Napoleón acaba de coronarse emperador y Beethoven, su rendido admirador, se siente defraudado al punto de retitular Heroica a la sinfonía que le dedicara cuando creyó que llevaría la democracia al resto del continente. Los Simones ironizan sobre una sombra proyectada tan diferente a los principios franceses en que se han educado. De cara al público, casi sintiendo su aliento, el nuevo Bolívar promete lo contrario: plantar la bandera de la libertad en Latinoamérica. Rodríguez puede morir. El hijo pródigo acaba de resucitar.
Párrafo aparte merece el dúo actoral. Fernando Martín —Nicola Sacco en la versión de Sacco y Vanzetti que condujera Viviana Ruiz dos años atrás—brilla como Rodrìguez, tan esperanzado como sarcástico, y Carlos González compone un Bolívar preciso y lleno de matices, patético y poderoso a la vez. Simón conlleva un aspecto adicional no menos relevante, como que es una nueva obra financiada por los actuales dueños del hotel Bauen, sus trabajadores, y la Federación Argentina de Cooperativas de Trabajadores Autogestionados (FACTA). Pocas veces texto y producción coindicen en coherencia ideológica y de propósitos.
Tenemos que agradecer el milagro. Cada temporada veraniega escasean las propuestas serias y la tendencia al escapismo y la somnolencia intelectual parecen profundizarse. La gente de Simón navega contra la corriente y nos enseña, también, a seguir despiertos.


Gabriel Cabrejas
Enero 2012

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