jueves, 7 de enero de 2010

Teatro de un renegado, XI

Slaughter, de Sergio Blanco y Marcos Moyano
Violencia: ensayo general


No se ha estrenado mucho del joven Blanco en la Argentina; de hecho se trata de la primera vez en Mar del Plata. “El eje es la violencia inherente a nuestros sistemas liberales, y su evidencia, el destrozo permanente que perpetúa el hombre sobre el hombre. No puedo hablar de otra cosa si pretendo escribir acerca del mundo que me rodea”, confiesa en el programa de mano. Residente en París, Sergio Blanco, pues, no se refiere a un país sino a todos, de allí que a la pareja que habita ese departamento de ficción se le adjunte, sin previo aviso, una suerte de marine impreciso, armado para la guerra, que asalte al personaje masculino y desate su propia versión del conflicto irakí-afgano privatizado, sometiéndolo a humillaciones. O que, en un mínimo instante de diálogo entre marido y mujer se comenten los estragos innúmeros de una bomba de 500 kilos en el edificio de enfrente, recuerdo pesadillesco de los dos atentados luctuosos contra objetivos israelíes en nuestro país durante la década del 90. O que el dueño de casa, de capucha, nervioso y paranoico, le informe a su compañera un asesinato, cometido simplemente porque tuvo una incontrolada voluntad de hacerlo. Hay más: la chica relata un abuso sexual, el de su empleador pederasta sobre su propia hija, seguido de muerte. ¿De qué es empresario el violador? Traficante de armas. Y todavía, cuando la atmósfera se ha vuelto tan opresiva y asfixiante que dan ganas de gritar, el marine, vencido, de pronto indefenso, suplica a su víctima elegida ayuda para regresar a casa, perdida la brújula, sí, de su vida. Y de remate, cuenta su humilde origen, hermana también abusada y suicida, padre demente, madre que limpia por horas…
El cuadro contemporáneo resulta tan abarcador que, en efecto, podría suceder en cualquier enclave posmoderno, sólo que Blanco, sudamericano al fin, combina el horror primermundista con la periferia, opción adecuada a un dramaturgo de dos patrias, desgarrado y desgarrador. Si existe un género en el cual clasificar a Slaughter –el carnicero masivo; slaughterhouse se traduce campo de exterminio—no debería ser sino la tragedia. Una tragedia cotidiana, carente de mitologías, declaradamente política, literal e hiperrealista. Incluso gracias a esa crónica, no por monocorde menos aterradora, que las criaturas narran desde ese living room de dos metros cuadrados a falta de periódicos, expresada con absoluta naturalidad e indiferencia. La violencia se ha vuelto no normal, sino norma.
Marcos Moyano debuta de director, pero dada su activismo de teatrista, joven y ya veterano, su experiencia docente y sus lecturas, sencillamente completa una carrera iniciada hace mucho. En rol de adaptador, tuvo una decisión inteligente: imbricó el desarrollo del texto, desplegado en tres actos originales por el autor, a uno solo. Blanco había comprimido la tremenda relación entre el soldado y el civil en una larga y única escena, en el medio de dos encuentros distintos jugados por marido y mujer. Moyano canibaliza y funde el libreto amortiguando la densidad conceptual y actoral, tornándola más llevadera y dramática. La puesta tiene méritos de sobra, una especie de estética-Séptimo Fuego, asimilada por años de coherencia en el trabajo compositivo. Blanco el cuadrado y el atavío de Ella, negra la campera de Él y negra la fajina de combate que viste el marine, rojo el televisor prendido sin imagen, rojo el vaso y los útiles de maquillaje, roja la muñeca que abraza Ella, roja la sangre a gotas de un pañuelo al azar. Blanco el sillón y dos muebles atarugados al piso, roja la Budweiser que Él abre y cierra sin beber jamás. Una luz azul cenital contrasta desde el cielo. Los actores, alternativamente, bajan la tarima giratoria y la orientan hacia el espectador de distinto modo, jamás igual, como para que lo mismo se vea de todos los ángulos, mientras el público, alrededor, no puede evitar involucrarse: el sucederse vibra en medio de nosotros, igual de atrapados y cómplices.
Las actuaciones, podía esperarse, deslumbran y estremecen. Moyano transita de la paranoia a la histeria, la mano congelada en el bolsillo, una ironía sufriente o la sumisión frente al private –nunca mejor usado: soldado y privado en inglés. Magalí Sánchez destila una extraña dulzura, presta oídos y a su vez habla como autista, capaz de pintarse las uñas y relatar una historia espantosa. Soberbio, cruel hasta lo insoportable y también frágil hasta el desamparo, Agustín Elordi asume un marine inolvidable, que rememora el trabajo de Marcelo Scalona en Julius, pero menos grotesco. No queda resquicio para el humor, no obstante los pasos de discoteca y el alarde de rap que el último lanza en algún momento. Otro riesgo digno de aplauso del elenco fueguista, introducir semejante propuesta en una temporada inalterablemente craneada en vistas de la distracción o la comedia.
Quizás la duración de la obra conspire contra su absorción plena, y un reajuste a menos tiempo, en virtud de la impiadosa dureza del discurso, resitúe las expectativas del espectador, porque, se siente, la puesta queda a un paso de la redundancia. Claro, Moyano se enamoró del texto, que en rigor ya había apasionado a Marcelo Romer, quien soñó primero con su plasmación a texto espectacular.
Una fisura no muy importante juzgando los resultados. Slaughter, en horario central, es una de las grandes obras teatrales, en todo sentido, de estos comienzos de año.

Gabriel Cabrejas

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