El miedo en tiempos de lluvia: BB según Antonio Mónaco
Escenas de la vida, privada
“Aquí están los delatores, los que caban de cavar
La fosa del vecino. Fueron identificados, y ellos lo saben.
¿Será posible que la calle no lo olvide jamás?
No pueden conciliar el sueño,
Pero no todo ha terminado:
Cada noche que llega no es aún la última noche”
Bertold Brecht
Menos conocida que Galileo o Madre coraje, no tan trasvasada a variados formatos como La ópera de dos centavos, los breves sketchs de Terror y miserias del Tercer Reich postulan al Bertold Brecht más brechtiano, si cabe la redundancia. Porque nada mejor que el envase mínimo para urdir el verfremdungseffekt, el efecto distanciamiento. Ya se sabe: rehusar el emocionalismo, la automática identificación entre personaje y espectador, el actor que se ve actuar –se comenta, exige del oyente raciocinio y autoconciencia, nunca catarsis. El texto espectacular no es un tear-jerker, un vaso de lágrimas que se bebe de un sorbo, remueve todo el dolor posible y a lo sumo se eructa. Brecht quería sacar a la gente a la calle a rebelarse, no a dormir plácidamente satisfechos en sus camas.
No tanto pretende nuestro Antonio Mónaco, pero tal cual lo expresa en su programa, “lo primero que debería hacer la sociedad es preguntarse quiénes la están acosando, acorralando, acribillando y hacia dónde querrán arriarla, enferma de miedo e indefensa”: dicho de otro modo, los tiempos de lluvia son los nuestros, no se necesita un Reich para moverse por lo que se teme en lugar de por lo que se ama. “Cuando toda la atención se pone en espiar al prójimo sospechándolo delator, no se proyecta la mirada hacia delante e imaginar, solidarios, un futuro común”.
Mónaco resuelve la puesta de episodios, pensados en sucesividad, de una manera realmente ingeniosa. Dada su miniatura –La delación ostenta una escasa página, Socorro de invierno apenas dos en su versión publicada– no justificaba la ilación y sí la simultaneidad, de forma que cada escena sirva de comentario y duplicación aumentativa de las otras dos, convivientes en el espacio. De paso, así logra el efecto “V”, o “D” para nosotros. En cuanto estamos a punto de conmovernos, de dejarnos llevar por la hipnótica pregnancia y dinamismo del conjunto, la escena paralela astilla el encantamiento y nos obliga a abrir los ojos en otras direcciones, a presenciar la que acaba de abrirse, y se cierra como una flor oscura y fugaz, en función de glosa y ampliación de lo que ocurre al lado.
Veamos. Escenario tripartito. En el centro, el espacio de lo real, la lectura de El soplón, o la pareja madura cuyo pánico ronda lo absurdo, que el inocente nietito que hace origami con una tijera sobre la alfombra, vaya y cuente, al atravesar el umbral, las críticas al gobierno por boca del abuelo, un intelectual opositor lleno de terror. A los flancos, dos templetes que penden de una delgada soga, uno muy alto a la izquierda del foro, otro a un metro del piso y delante de la primera fila: el espacio de lo fantasmal. En rigor, éstos remiten a aquél, todos son fantasmas, pero los hechos de ambos extremos explican la paranoia relativa ambiente, y la paranoia explica la manipulación sistemática del pavor como dispositivo de dominación totalitaria, de mayor eficacia práctica que la mística del líder, el odio masivo o la simple y llana estupidez. Recordemos el argumento, si puede llamarse, de los capítulos: La delación, diálogo crispado entre un hombre y una mujer acerca de un tercero al que “ellos se llevaron” y apalearon “por escuchar radios extranjeras”; Socorro, la falsa generosidad del Führer con los pobres, la bolsa de comida y ropa más “cinco marcos”, y la violencia frente a una anciana desvalida y su hija cuando se enteran de que la última anota en una libreta los aumentos de precios…
El miedo en tiempos de lluvia complementa el corpus de hallazgos de Mónaco al frente del Teatro Universitario, y sin embargo significa un paso arriba. Nos tiene habituados a metáforas complejas, que reinterpretan a Arlt (300 millones, 1992), Shakespeare (Macbeth, 94), Ionesco (Rinocerontes, 95), Monti (Visita, 2000), Kartun (Matrices, 2005) y hasta Sófocles (Antígona, 2003) y Eurípides (Las troyanas, 2008), y siempre supimos que no invocaba en vano clásicos sino reconfiguraba el presente, aclaraba, muchas veces mediante los programas, una sutil oblicuidad hacia el tiempo de hoy, de cada hoy referencial. Pues bien, también acá queda clarísima la intención, pero la mise incluye un progreso más sin abandonar su propia estética. Le faltaba un BB a Mónaco para confirmarlo el único director marplatense transformador de los textos canónicos de la dramaturgia universal, y ha operado al viejo alemán con un escalpelo absolutamente nuevo. Por empezar, primera vez que elige la obra de corta duración, y el procedimiento compacta la intensidad. Y aumenta los elementos de muy distinto origen vanguardista: los SA y sus víctimas reptan, desarticulados, entre los muebles y el piso antes de vestirse –ahí vemos que dos de ellos, de tenebroso negro, se calzan las macabras jinetas, alimentando el distanciamiento; son siempre actores--, de pronto y sin aviso la esposa del catedrático acaricia un inexistente ataúd, demora deliberadamente el comienzo mientras escuchamos la ponzoñosa lluvia en off y notamos los rostros nerviosos a la espera de lo peor, se enciende un cigarrillo y la iluminación se desploma dejando el tizón solitario en la oscuridad. El detalle se muestra tan elaborado como el resto, las desharrapadas del costado derecho mascan unas manzanas… teñidas de negro.
El team actoral acentúa la homogeneidad que es en AM marca de fábrica. Silvia Urquía se luce en todos los registros, lo que a esta altura parece un pleonasmo. Agustina Anzoátegui, Damián Charuzzi, Agustín Barovero, Simón Koch, Beatriz Moriondo y Marcela Cardoso despliegan una apretada exactitud sin aspavientos. Ninguno se queda junto a Mónaco, porque los adiestra tan bien que aprenden a caminar solos. Ahí están Jorge Frontera y Pedro Benítez, antes parte de su elenco, y su inmediata carrera exitosa. Incluso el niño Klaus (Lautaro Padín), improbable delator, es hijo de actores, del gran Esteban Padín y Carla Rossi. Todo un recuerdo del futuro.
A Mónaco, en síntesis, le faltaba un Brecht. No exageramos la apología al decir que, desde nuestro pequeño balneario cultural, a Brecht le faltaba su Mónaco. El cual, veterano y joven, sigue haciendo lo que mejor sabe, seguir superándose a sí mismo.
Gabriel Cabrejas
miércoles, 20 de enero de 2010
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