Tres veces Woody Allen
La frustración y la aventura
No es Harry Potter, pero sigue haciendo magia, y no usa la varita para vencer a Dumbledoor sino que, aún octogenario, se las arregla para sacar, cada vez con menos trucos, nuevos conejos de la vieja galera. Exiliado voluntario de Hollywood, la mejor decisión de su vida, el neoyorquino, de los pocos que quedan haciendo cine de autor, sigue en pelea, con suerte desigual. Vamos de menor a mayor.
No conocerás a nadie. Harto de no conseguir financiación en un submundo que sólo reconoce taquilleros, y demonizado por esas moralinas hipócritas de su país acerca de curtirse a la hijastra, Woody Allen es un fugitivo en Europa. Ya lo presagiaba Hollywood Ending (2002): la historieta de un director al que todos consideran have been y había filmado totalmente ciego –crudelísima metáfora sobre el estado del cine yanqui, si los hay—y termina tomándose un avión a París, donde los críticos todavía son capaces de descubrir la perla en la ostra más cerrada. Dos largometrajes después (Anything else/La vida y todo lo demás, 2003 y Melinda & Melinda, 2004), ya se instalaba en Inglaterra y salía Match point (2005), que, aunque repetitiva, se juzga de las mejores suyas durante su última década. Canguro entre Gran Bretaña (El sueño de Casandra, 04), España (Vicky Cristina Barcelona, 08) y Francia (Medianoche en París, 11) y de la tragedia a la comedia, el Pequeño Gran Cineasta busca, y encuentra, las obsesiones que parecían interrelacionadas exclusivamente con Manhattan, y, turista comprometido, universaliza su mirada de entomólogo en psicologías urbanas. Si los maridos y esposas anteriores eran víctimas de su fisgoneo tierno y feroz, ahora Allen quiere demostrar que se hallan en cualquier parte; que ya provecto y lúcido le queda ser misántropo y desengañado en el género serio, y todavía optimista sobre el individuo en el semicómico, siempre que éste sepa realizarse como él, rompiendo las convenciones y el destino.
Su último recreo en la Gran Manzana se llamó Que la cosa funcione (Whatever works, 09), una especie de auto-antología poco exigida, cuya originalidad más pronunciada consiste en su actor, Larry David, a la sazón guionista de Seinfeld y ahora un renegado violento y nihilista que, vía juego de opuestos, deslumbra a una jovenzuela pueblerina recién llegada a la ciudad (Evan Rachel Wood). La filosofía negativa de Boris-David es la del director en sus peores momentos –incluso le habla al público; el happy end un inexplicable reblandecimiento, demasiado incoherente, visto un personaje que destila rabia y no apto para mudanzas tan bruscas. Curioso que Boris enseñe ajedrez, lo mismo que hace su creador, o sea, cambiar de movida usando idénticas piezas.
Y así, You will meet a tall dark stranger, (“encontrarás al perfecto extraño”, mejor: al extraño perfecto) o Conocerás al hombre de tus sueños (2010) no avanza mucho en la filmografía, al contrario, regurgita la cena de anoche, en el puzzle de espejos rotos que más le gusta, o sea, un rearmado de piezas usadas. Veamos. Gemma Jones (Helena), recién divorciada de Anthony Hopkins, consulta a una tarotista –Mia Farrow en Alice (90) caía en el ocultismo—y corre a contarle a su hija Naomi Watts, experta en galerías de arte y mal casada con el escritor frustrado Roy (Josh Brolin), típico intelectual de Woody, tironeado entre las dudas sobre su talento y la salvación a través de un nuevo amor, aquí la vecinita de enfrente, Freida Pinto, la actriz hindú de ¿Quieres ser millonario?: vuelta de tuerca a Celebrity (1998), por citar otra. Watts-Sally, claro, es otro modelo calcado: independiente y conflictuada consigo misma, exitosa en lo suyo pero infeliz, que se enamora de su jefe (cara de nada-ninguno Antonio Banderas), esta vez sin esperanzas. Disfrutable en su mutuo abismo, la pareja del pendeviejo Alfie (Hopkins) y su minaza otoñal, Charmaine, puta de oficio y trepadora al que él lleva un cuarto de siglo (Lucy Punch, onda cabezahueca aunque más cínica e igual de mersa que Mira Sorvino en Poderosa Afrodita, 95) y con la cual insiste en ser su Pigmalión. Bien conducidas, las discusiones, tan de Maridos y esposas (92) que tensan Roy, Sally y Helena, confirman por enésima vez la habilidad intacta de Allen a la hora de exprimir al máximo actores que en otras manos se mueven de memoria. Conocerás pulsa el drama y no la farsa, así pues ningún personaje llega al final feliz excepto Helena, mientras los demás quedan en suspenso. Las sesiones mediúmnicas en algo recuerdan las del propio Woody en el episodio de Historias de New York, Edipo reprimido. Redondea mediante una reflexión de Shakespeare bastante descolgada: “la vida es sonido y furia y no significa nada, pero Helena entendió que las ilusiones son a veces mejor que la realidad”. La reflexión acerca de la muerte, saliéndole al cruce a Roy en forma inesperada, pretende inyectarle algo de trascendencia a un intríngulis que hace agua y parece haberse cosido a parches.
Se trata, en fin, de un texto ocioso, inútil: no agrega un ápice al corpus y hasta se lo nota cansado, solamente transportado de contexto, disfuncional. Un Frankenstein de piezas probadas que resoldadas, no alcanzan a resucitar en cuerpo.
París, de fiesta móvil. Allen descubre, o redescubre, la cité lumière como únicamente él: un catálogo de paisaje pluvioso y utopía histórico-cultural consumada con los ojos del turista intelectual y los deseos cumplidos del exiliado.
El director ama París –¿quién no?—y ya le dedicó un primer acercamiento en Todos dicen te quiero (1996), pero aquí el basamento es un viejo relato, “Memorias de los años 20”, incluído en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. A través del cine, como lo hiciera en La rosa púrpura de El Cairo (1985), consigue lo que muchos soñamos: viajar físicamente a los años dorados de la noche parisina, cuando se congregaban dentro de su moveable feast todos los artistas de la vanguardia, presente y futura, del siglo veinte.
Gil Pender (Owen Wilson, la cara más americana de la filmografía woodyana) es un bien remunerado guionista de cine, y como cuadra a una criatura de nuestro autor, alguien que sin embargo anhela ser un escritor serio y reconocido. Está a punto de casarse, y su novia Inez (Rachel McAdams), la arquetípica rubia rica de hotel cinco estrellas. Se comprende la necesidad de Gil por fugar del ambiente: suegros republicanos recalcitrantes –el padre de ella odia a los franceses desde que criticaron la invasión a Irak, no bebe tintos si no son de Napa Valley—,un inglés pedantón que hasta corrige a las guías de turismo y sale siempre junto a la pareja (Michael Sheen), la fiancèe histérica de cocteles, vernissages y shopping. Cuestión que una noche, Gil se queda solo en una ochava empedrada y aparece un auto de colección; lo chistan los pasajeros, y sube… El viaje en el espacio se transforma en cápsula del tiempo. Sus compañeros de parranda, Hemingway, Francis y Zelda Scott Fitzgerald, Alice Toklas, Cole Porter, Gertrude Stein (Cathy Bates, quien accede a leerle el manuscrito de su novela tantas veces reescrita), Dalí (Adrien Brody en un delicioso cameo), Cocteau, Josephine Baker y la amante de Picasso y Modigliani, Adriana (Marion Piaf Cotillard, frágil y sensual), que, a pesar de amable interlocutora, tiene su propio sueño: teletransportarse al Moulin Rouge de las bataclanas, Toulouse Lautrec y Gauguin.
Allen no rehúye el cliché absoluto: Hemingway siempre perora sobre masculinidad y coraje, Dalí es la caricatura ególatra, Fitzgerald sólo sufre por Zelda. Es un descenso al cielo cabal, un síntoma de la desubicación final del autor de su tiempo concreto, y también, quizás nunca de manera tan acentuada, un manifiesto de su profunda aversión a lo americano, dada esa visión poco menos que tenebrosa de la burguesía de origen. Sin quererlo, Woody obtuvo con Midnight at Paris un triunfo de audiencia oceánico, del que casi se había olvidado. Y le queda rollo para burlarse de su invención: el detective que contrata el suegro se pierde asimismo en el laberinto temporal y termina en la corte de Luis XIV, y Adriana abandona a Gil luego de acceder, como lo deseaba, a la belle epoque. En el Pont Neuf un último encuentro amoroso libera a Gil de las ataduras finales.
París idealizada, sí, el cineasta se repite, aunque ahora avanza un paso. También Alvy Singer, el protagonista de Manhattan (1979) era libretista, como novelista el de Celebrity, y a su modo Medianoche continúa el relato de Hollywood ending, el éxodo del artista de California a la dulce y tolerante capital de Francia; el retrato de Gil es una superación del traumatizado Deconstructing Harry (Los secretos de Harry, 97); el aura fantástica filtra el método de Alice y Scoop (2006); la celebración de la bohemia trae relentes de Sweet and lowdown (Dulce y melancólico, 99). Intelectuales ansiosos de vida y mujeres incómodas en ella podría ser la fórmula sintética del cine de Woody Allen.
Un film de rara belleza política, sutilmente incorrecto. Con la peor debacle sistémica desde la Segunda Guerra, América y Europa delante de su cámara no tienen mejor refugio que la sublimada nostalgia.
Gabriel Cabrejas
gabcab2003@yahoo.com.ar
miércoles, 17 de agosto de 2011
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1 comentario:
Excelente como siempre tu visión
Gracias
rsa
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