Rojos Globos Rojos, de Pavlovsky y Lambertini
Apasionado retrato de una frustración apasionada
Hablar de Ángel Balestrini es hablar de la historia del teatro marplatense, tanto como hablar de Eduardo Pavlovsky es referirse a la historia del teatro argentino; si le sumamos el nombre de Daniel Lambertini habremos logrado un milagro que pocas veces se ve en la nuestros tablados, como que la troica Actor-Autor-Director encontró, dentro de la encrucijada mágica del escenario, la unión química de la cual sólo puede surgir un compuesto formidable.
Para no abundar en detalles, diremos que Balestrini ya trabajaba junto a Jorge Laureti, en el legendario grupo La Manija que nos diera El organito de los hermanos Discépolo (1974), que participó en El reñidero, de De Cecco (1984), Marathon, de Ricardo Monti (1986) y en El debut de la piba de Cayol (1990) otra vez al lado del maestro Laureti, y apenas reseñamos algunas participaciones. En cuanto a Lambertini, renovador del unipersonal a través de sus versiones de Artaud y Shakespeare y su Corazón de comediante, que revisitaba todos sus personajes, será recordado siempre por la conducción de Vincent y los cuervos, de Pacho O´Donnell, hace diez años, quizás la mejor puesta vernácula durante la década pasada. Y así, con la mirada retrovisora le preparamos al espectador los ojos hacia el milagro presente, el que sintoniza experiencia y talento, años de dramaturgia compartida, dominio del discurso y el cuerpo. Avancemos otro trecho y adjuntemos a Pavlovsky: prueba de fuego para actores temerarios, psicodrama y posvanguardia, humor y tragedia en la misma cuerda, denuncia irónica y teatro dentro del teatro.
¿Qué esperar, entonces, de Rojos globos rojos?
El melancólico intérprete que sale al rectángulo de luz encarna todos los actores, como Pavlovsky medita sobre la historia del teatro, rioplatense y en gran medida mundial, en su torturada bifurcación entre arte social y medio de vida, entre su misión cultural –su-misión, diría un lacaniano--desatendida, ignorada, hasta censurada y perseguida, y la labor para sobrevivir del que la ejerce porque la sabe su vocación, su pasión, y en última instancia su destino, y como tal, mitad elegido y mitad resignado. El viejo actor Cardenal, propietario en eterna quiebra del teatro independiente Globos Rojos, y sus dos parteners femeninas, ajadas y entusiastas igual que él, representa al profesional de esta milenaria lucha, la del artista, sin público y con deudas impagables por seguirle insistiendo, que, contra el fracaso que parece lo único estable en su trayectoria, saldrá siempre a enfrentar, infinitamente, el vacío y la soledad, hasta que se apaguen las luces, no las de la sala, sino las de su existencia.
Balestrini-Cardenal viste como un payaso triste, un Chaplin escénico: a rayas y lunares blancos y negros, medias al tono, zapatos polainas y un pelo de mal marrón que se adivina bisoñé, una cebra humana de una especie casi extinta. De rojo y negro también se atavían sus dos ángeles guardianas, alfa y omega intercambiables, sucesivos y yuxtapuestos rostros suyos, desdoblados, amantes y compañeras, su yo triplicado y travestido; la pieza es un monólogo a tres voces, imágenes deformadas en el espejo de la misma suerte. Cardenal no recuerda del todo su época de éxito, si la tuvo. Pero sabe que “tres reflectores de mierda y la cámara negra” que lo protegen y condenan a su paso, son las fronteras de su vida, de la que no puede, ni quiere, extraviarse. Que el teatro lo eligió a él, como él a sus mujeres y viceversa, que no viviría sin él como tampoco vive con él, y saldrá a perder de nuevo con la misma pasión inútil que le depararía un triunfo igual de perecedero.
Pavlovsky se reconoce en cada situación, claro. No hay argumento tradicional, sino un planteo que se extiende a lo ancho y no en longitud, o sea, cabe esperarse todo al no prometer el desarrollo de un conflicto –la obra entera es el conflicto en sí. La resolución escenográfica (responsable Rodrigo Parise) y de vestuario en rojos y negros emparienta a Lambertini con una estética similar, la de Viviana Ruiz en El Cardenal, la otra gran obra pavlovskiana en traducción marplatense. Su criatura lleva el nombre de la otra obra, tendiendo lazos a quien quiera analizarlos.
Si Lambertini se reconoce fácilmente en la marcación actoral –Andrea Chulak y Teresita Rizzi no sólo acompañan, sino lucen de suyo—Balestrini exhibe su grandeza en los cambios de ritmo y lenguaje, en la plasticidad con que pasa de la introspección confesional al capocómico, de la pausa agobiada al gesto feroz, del compás de espera a la acción fìsica en torno a un cuadrado austero, pero expresivo.
A nuestros actores, valga el corolario, no les pasará, ni les está pasando, lo que a los personajes. Al fin un público expectante asiste al pequeño y cálido auditorio de El Caldero, y son mucho más que tres los espectadores que visten la platea de Rojos globos rojos. A la distancia, después de tanta lucha del teatro marplatense, cuyos esfuerzos tanto han mimado la infructuosa esperanza de la obra de Pavlovsky, podemos asegurar que tales frustraciones se superaron. El elenco, el director, el dramaturgo, se lo merecen.
Gabriel Cabrejas
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1 comentario:
¡Gran crónica!
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