Fausto,
criollo
-¿Tu visitas a
tus muertos, gringo?
-No, pero a
veces ellos me visitan a mí.
Aída Bortnik: Gringo viejo
Pasó una década desde que nos visitara Don Fausto, de Pedro Orgambide, al Auditorium. La dirigía Emilio Alfaro y la protagonizaba un verosímil Alberto de Mendoza, se revelaba la sensualidad de Victoria Onetto, Danilo Devizia encarnaba (nunca mejor usado, tal su personalidad en
escena) un Diablo inolvidable y secundaban maestros de la escena como Perla Santalla y Jorge Petraglia. Ah, la música era del Chango Farías Gómez y coreografiaba Oscar Aráiz: se trataba de un musical histórico-político. Otro
Pedro, el nuestro Pedro Benítez,
acostumbrado a los pingos difíciles, domó durante hora y media este potro, ya
un clásico del teatro porteño, y, de paso, se superó a sí mismo como director general, es decir, diseñador
escenográfico, creador conceptual, conductor de actores, puestista.
La elección del texto lo trasciende, a
juzgar según el paratexto, el programa de mano. La pregunta que formula se
orienta la posibilidad de la tentación, al regreso de la Patria Paria, donde la salvación individual es tentada por espejos de
colores y promesas de poder, porque salvarse
está a la orden del día, como la falta
de solidaridad y unión. Ahora bien, la vigencia del egoísmo encaramado en
doctrina social oficial condensa un planteo novedoso en relación a Don Fausto, que desandaba la hipocresía
de la Generación Fundadora, el arribo a la vejez de un ejemplar del 80 el cual,
al perder la energía y la vitalidad, advierte su fracaso, que es el de su
clase, y por extensión, el de su país. Y allí llega el Demonio a firmar su
pacto: alma a cambio de juventud, seducir a la deseante y deseable Margarita y,
lo no proyectado, un sincericidio nietszcheano, la asunción heroica de la
propia tragedia, el enfrentamiento con los fantasmas freudianos (padre, madre,
esposa) hasta la derrota de los otros. O la confesión, en algún caso. Orgambide
realiza una reescritura, paródica, claro, del ancestral mito, pero le restringe
la universalidad de Goethe, la
verbalización-acción de Marlowe, y
la humorada fin de siglo de Estanislao
del Campo. Dicho de otra manera, politiza
el reencuentro de Don Fausto con su propio ayer; en la situación fantástica
provista por el Diablo cuando desfilan los retratos animados de su familia, se
atreve a la catártica operación de desnudarlos. El asesinato del padre engrana
en el aspecto psicoanalítico tanto como en la casi necesidad cívica, personalizada, de liquidar el
paternalismo.
Vamos de a partes. Empecemos por los trastos,
sintéticos y simbolistas. La biblioteca de anaqueles torcidos, los libros que
dan la sensación de caerse todo el tiempo, la futilidad de la sabiduría en la
soledad o la impotencia —Fausto se lamenta no de haber envejecido sino de haber
perdido sus mejores años en
conocimientos equivocados—se refleja así, de entrada, sin subrayados. Una
cocina reducida al mínimo menaje, y el detalle de todas las mujeres descalzas y a la vez muy vestidas de época, una
representación de la idea central: la verdad está ahí, apenas disimulada, como si en el recuerdo aparecieran a punto de sacarse la ropa moral. El
cabello rojizo de la corte femenina, al cabo una suerte de harem del diablo,
porque sirve a sus fines, constituye otro hallazgo.
Segundo, seguimos a través de este perfecto casting. Pocas veces se anillaron
personajes tan definidos a actores tan exactos para ellos. Resumimos, el
trabajo meditativo y parsimonioso de Oscar
Miño (Don Fausto), la elegancia arlequinesca e irónica de Lalo Alías (Juan Sombra, el Diablo
argentinísimo), el empaque formal y a la vez sádico del padre (Beto Clerf), la autocontención
despreciativa de la madre (Natalia Prous),
la frívola repetitividad de la esposa Felicitas (Carolina Sánchez Escudero), el gesto varonil y afirmativo del joven
anarquista (Gonzalo Pedalino), la
experiencia poderosa de la criada (la sensatez en la historia: Cris Ibáñez), y, al fin, la belleza
arrolladora y el naturalismo sensual de una Margarita distinta del original (en
Goethe se describía más como proyección del deseo de Fausto, y aquí tiene
fuerza propia) de Gabriela Benedetti.
No siempre, mejor diría que casi nunca, se cristaliza esta conjunción de
actor/personaje a lo largo de un elenco
completo.
¿Cómo encaja la realidad presente con DF? Sin duda el paratexto de Benítez aumenta el campo de aplicación
de la dramaturgia. La tentación ante la que desmaya Fausto es fructífera para
sí y su triunfo ya lo quisiéramos, volver el tiempo atrás los instantes
suficientes y saldar el balance. Benítez proporciona entonces una terapia
teatral contra el olvido, contra la tentación de construir un pasado mentiroso
y a medida del poder, la más diabólica de las actitudes sociales, y la más destructiva.
Lo hace con la jerarquía del clásico que tomó prestado, y con la jerarquía
suya, la de un director que, convengámoslo, se ha convertido ya él, y sus
actores, en clásicos marplatenses.
Dr.
Gabriel Cabrejas
Julio
2016
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